Derrota de la humanidad

En una patera decrépita viajaba el infortunio entre las brumas del olvido, con la derrota de la indiferencia

Aun con la modorra y la espesura del verano, poco se libra la actualidad, como materia de la información, de dos desarreglos. Uno el del olvido, por el que se desvanece pronto lo que incluso conmovió o desabrochó las emociones. Y otro el de achicar los sobresaltos y las desgracias, por infaustas y mayores que sean, con el aparato de las costumbres y el proceder de lo ordinario. Por eso hay que aplicar la memoria, sin que debiera hacer falta, para recordar que hace menos de dos semanas el mar de Alborán resultó tumba abisal de cuarenta y nueve infelices embarcados en las singladuras de la muerte. Saramago, en su literario raciocinio sobre las contradictorias realidades sociales, compuso las páginas de Las intermitencias de la muerte con un juego, no macabro, en el que la parca hacía y deshacía a su antojo aunque no ajena a intenciones de distinta naturaleza y alcance. Pero que de una patera desahuciada, al capricho del ánimo de las mareas, caigan poco a poco, en un sorteo espantoso, hombres, mujeres y acaso niños, pocas horas antes empujados por la expectativa, hermana de la ilusión, a sortear los riesgos de la travesía, no puede concluirse un argumento literario sino una derrota de la humanidad. Escribió también Saramago que "morir es haber estado y ya no estar". Hecha la vida, dada en último término por buena, ante la coyuntura del estar. Si bien, las condiciones del estado, del modo de estar, lleven a jugarse la vida sin que importen mucho las malas cartas de la partida. A este tiempo sin duelo del olvido se une, en complicidad hiriente, la aceptación ordinaria, la rutina normal de las tragedias que la información y las noticias relatan con la significación de lo extraordinario, de lo impactante. Hasta que, por repetidos los sobresaltos y los dramas, por consabidas, superficiales y hasta estéticas las reacciones, la conmoción solo quede en un ligero pellizco durante al almuerzo, poco antes que en los noticiarios se abran los espacios deportivos, los cada vez más extensos del tiempo o los perejiles de la crónica social. Pero en una patera decrépita, quizás con un despiadado Caronte que dejó sin óbolos a los finados tras asegurarles el paso del Aqueronte, viajaba el infortunio entre las brumas del olvido, con la derrota de la indiferencia, hacia el inframundo que se abre en los abismos. Porque los viajeros, ya sombras de difuntos, no querían vagar cien años en las riberas del Aqueronte y se creían capaces de salir del infierno de los días.

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