De libros

Estampas de la era 'beat'

Una de las cosas buenas que cabe decir de los autores de la generación beat es que, precisamente porque los anticiparon en calidad de osados precursores, no llegaron a caer -no todavía entonces- en los pintorescos disparates del hippismo y la contracultura sixtie. Como en el caso de las vanguardias históricas, por más sugerentes que sean el entorno, las propuestas teóricas o las biografías personales, a los escritores hay que juzgarlos por su literatura. Este sencillo punto de vista bastaría para poner en su lugar a Bukowski, por aducir un ejemplo extemporáneo, autor bastante mediano al que sus seguidores, que en ocasiones se comportan como groupies, han elevado a no se sabe qué altares. Los excesos, las poses extremas y la majadería, como la empanada trascendental o la prosa escatológica, tienen una inmerecida buena prensa, pero no bastan para sostener el prestigio de un escritor cuando decae la mala fama que sostuvo su éxito. Volviendo a los apodados beatniks, parece claro que al menos dos de ellos -porque Burroughs no pasa de ser el típico pesado incombustible- eran artistas genuinos, aunque no nos gusten todos o no nos gusten del todo los libros que escribieron. La publicación en España de las Cartas (Anagrama) de Allen Ginsberg y Jack Kerouac ofrece una oportunidad inmejorable de acercarse a la intrahistoria de la era beat.

Editada por Bill Morgan y David Stanford, y traducida por Antonio-Prometeo Moya, la correspondencia de Ginsberg y Kerouac abarca un cuarto de siglo, desde 1944 hasta poco antes de la muerte del segundo en 1969, aunque la selección de los editores se detiene en el 63. El conjunto ofrece el habitual intercambio de lecturas, comentarios, confidencias, viajes, bromas, roces o estrategias, pero desde el principio queda claro que estamos ante dos escritores omnívoros y absolutamente entregados a su trabajo, cada uno en su estilo, que era más enérgico y social en el caso de Ginsberg y más ensimismado, pero no menos poderoso, en el de Kerouac. Al margen de su valor documental, la correspondencia proyecta la historia, en verdad conmovedora, de una íntima amistad que merece ser recordada no sólo por el tremendo influjo que ambos autores proyectaron en su generación y las posteriores, sino por el modo apasionado en que compartieron todo lo compartible, apoyándose mutuamente desde la conciencia -sin duda autocomplaciente, pero no del todo equivocada- de que sus confusas indagaciones inauguraban un tiempo nuevo. La edición de las Cartas ha coincidido con la de un interesante opúsculo de Gallo Nero, Testimonio en Chicago, donde se recogen -traducidas por Julia Osuna y prologadas por Fernanda Pivano, con un postfacio de Jason Epstein- las actas del interrogatorio a que fue sometido el autor de Aullido tras la célebre Convención del Partido Demócrata en Chicago, agosto del 68, donde comparece un Ginsberg más politizado pero fiel a su histrionismo visionario, capaz de entonar el Hare Krishna ante los perplejos miembros del jurado. En otro libro reciente, donde se recogía una selección de los Cuestionarios Proust publicados por Vanity Fair (Nórdica), el mismo Ginsberg señalaba, preguntado por su rasgo más característico, la "elocuencia incriminatoria".

De Terry Southern, que asistió como cronista a la citada Convención y fue otro de los pioneros de la contracultura, son famosos sus guiones para el cine -Teléfono rojo..., Barbarella o Easy Ryder- y sus estrechas relaciones con Kubrik, Peter Sellers, los mencionados escritores beat o los Rolling Stones, entre otras muchas personalidades, pero el tejano -inmortalizado en la cubierta del Sergeant Pepper's, entre Dylan Thomas y Dion DiMucci- fue también amigo de los existencialistas parisinos, un adelantado del Nuevo Periodismo y autor de feroces sátiras sobre la sociedad norteamericana de su tiempo. Impedimenta acaba de publicar, en traducción de Enrique Gil-Delgado, la primera edición en castellano de una de sus novelas más difundidas, El cristiano mágico (1959), que sin ser una obra maestra ofrece un interesante testimonio de la época y puede leerse, sobre todo, como ingeniosa muestra del underground en su versión más provocadora. Entre las últimas novedades, destaca asimismo la recopilación de las "cartas de aprendizaje y madurez" (1955-1976) de uno de los herederos de Southern, el inefable Hunter S. Thompson, que en El escritor gonzo -también publicado por Anagrama en traducción de A.-P. Moya- ofrece algunas de las claves de su áspera y turbulenta biografía, tan desquiciada como corresponde a un periodista brutal que preludiaba el tono corrosivo del punk e incendió el país con sus crónicas. Ocurre con los norteamericanos que primero se escandalizan y luego celebran, en ambos casos más allá de lo razonable.

Si los jóvenes de Nueva York o California miraban a Oriente en busca de religiones, filosofías o principios espirituales que dieran un sentido a sus vidas desnortadas, sus homólogos japoneses -que los hubo- se hacían llamar por nombres ingleses, declaraban su pasión por el jazz, vestían de negro y buscaban sus referentes en las modernas literaturas occidentales, con la vista puesta al otro lado del Pacífico. Es sabido que la vieja afición de Mishima por el decadentismo dio paso con los años al delirio nacionalista, que lo llevaría de arenga en arenga hasta la estrambótica tragedia final, pero antes de que ello ocurriera, el contradictorio escritor japonés -gran escritor en cualquier caso- observaba con cierta simpatía a los muchachos occidentalizantes que escandalizaban a los mayores con su argot incomprensible y sus costumbres desinhibidas. Publicado por primera vez en 1963 e incluido en Los sables (Alianza) -donde se reúnen siete relatos de Mishima hasta ahora inéditos, traducidos por Akiko Imoto y Carlos Rubio-, Pan de pasas ofrece un curioso testimonio de la fiebre beat entre la juventud nipona de los primeros sesenta, con jazzistas negros, drogas recreativas, ecos de Maldoror y fiestas nocturnas en la playa. Un tiempo después, en 1970, el año de su espectacular suicidio, el propio Mishima concedía: "La moda aquella se pasó, aquellos chicos se hicieron mayores y su generación se transformó en otra todavía más absurda". Su propio caso demuestra que la madurez no siempre conlleva mejoría.

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