De libros

La virtud del apócrifo

  • Andrés Trapiello retoma el pulso cervantino en 'El final de Sancho Panza' con resultados reveladores.

El final de Sancho Panza y otras suertes. Andrés Trapiello. Destino. Barcelona, 2014. 432 páginas. 19,50 euros.

Que después de Al morir Don Quijote continuara Andrés Trapiello su labor apócrifa respecto al canon cervantino con Sancho Panza era cuestión de tiempo. El final de Sancho Panza y otras suertes relata los días del escudero sin la protección de su señor, reto de altura por cuanto exige la prolongación de los secundarios hasta extremos protagonistas, a través de necesarias adiciones propias, sin renunciar, tal y como pacta Trapiello consigo mismo desde la primera página, al modus acuñado por Cide Hamete. Eso sí, Don Quijote sigue bien presente en esta obra, no sólo por las evocaciones que de sus hazañas hacen los personajes, sino porque su impronta prevalece en cada envite. Frente a la rígida observancia contrarreformista, Cervantes profesó un humanismo codificado que alcanzó en el desvariado caballero su más alta personificación; pero Trapiello demuestra que ese humanismo que es Don Quijote prevalece más allá del mismo. Y si otros tantos escritores se habían adscrito a tal escuela aunque siempre de refilón, con las vanidades travestidas en singularidades (o viceversa), lo mejor de este Final de Sancho Panza es el modo en que Trapiello, como Don Quijote, desaparece para ceder el sitio a Don Miguel.

El Sancho Panza que aquí acontece es, todavía, un escudero. Cabría esperar, como el mismo Cervantes apuntó en la segunda parte de su mejor novela, una puesta en práctica de las enseñanzas vertidas por Don Juan Manuel en El libro del caballero y el escudero para el alumbramiento de un Sancho convertido en hidalgo, señor emancipado y dueño de su fortuna. Pero no: en virtud de las nobles leyes de la caballería, el esposo de Teresa Panza pasa al servicio de Sansón Carrasco. Y éste, seducido por promesas tentadoras, señala como único destino el Nuevo Mundo, donde les esperan tremendas minas de oro y plata. Sancho, Sansón, su esposa Antonia con el hijo en las entrañas y Quiteria parten así hacia Sevilla con el objetivo de embarcarse a América, y de este modo empieza la aventura. Pues, más que cualquier otra cosa, El final de Sancho Panza es una novela de aventuras en su acepción clásica, un tránsito en el que las topomaquias se resuelven en incertidumbre, un querer pasar página en busca de la resolución de cada suerte. El tono general en este sentido, como sucedía con Don Quijote, es de decepción perenne puntualmente distraída con el runrún etílico de las promesas. Y es aquí, en este desdecirse respecto a los anhelos, donde el humanismo aflora más entero: donde los personajes son personas.

Aunque escudero, el Sancho Panza que encontrará aquí el lector es distinto. El propio narrador así lo advierte: el fiel compañero se ha cultivado, ha leído, ha conocido y, por tanto, ha comprendido la indiferencia que merecen todas las empresas. Se muestra melancólico, taciturno, pero siempre fiel, pues en él convergen, como en el ideal clásico, el poso de la revelación y la entereza del corazón. El contrapeso aristotélico que comportaba su conducta frente a los arrebatos platónicos de su primer señor ha mermado un tanto: y es que Carrasco, además de lúcido, no se mueve tanto por honor ni libertad sino por prosperidad, y aquí introduce sabiamente Trapiello el principio del desastre. El vértice en que la Edad de Oro que glosó Quijano se esfumó sin más.

Junto a los cervantinos juegos metaliterarios (genial la comparecencia de los usurpadores de Avellaneda), lo mejor es la soltura con la que Trapiello recupera la palabra como argumento ético. Aquí sí que trasciende el humanismo: resulta que podemos hacer del idioma algo tan hermoso. Cervantes suspira; todo está cumplido.

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