Tribuna Económica

Rogelio / velasco

El día después de las Olimpiadas

Un evento tan costoso como las Olimpiadas o una Exposición Universal sólo tiene sentido para la ciudad y para el país que las alberga, si posteriormente se utilizan las infraestructuras con intensidad.

QUÉ ciudad no desea ser la sede de unos Juegos Olímpicos? Organizar este evento va típicamente asociado a una mejora extraordinaria de las infraestructuras urbanas y de transporte. Proyecta a la ciudad y al país en todo el mundo, sembrando beneficios potenciales para el futuro.

La organización de estos eventos requiere una elevada capacidad de organización para que las instalaciones deportivas y toda la infraestructura urbana asociada -autopistas, aeropuertos, etc.- estén finalizadas a tiempo y en coste.

La restricción temporal exige una ejecución organizada que no se ha producido en todos los casos. En las Olimpiadas de Atenas de 2004, el gobierno griego tuvo que nombrar a un general del ejército como máximo responsable de la ejecución de las obras ante el caos organizativo. Ese riesgo también ha aflorado en los Juegos que finalizaron el domingo pasado, en algunas de las instalaciones clave.

Disipar el riesgo de no tener las instalaciones preparadas exige organización, pero también afrontar unos sobrecostes muy elevados, como nos muestra la historia de todos los Juegos celebrados en el último medio siglo.

Los Juegos más caros de la historia hasta el momento fueron los celebrados en Londres en el año 2012, que costaron a los contribuyentes británicos unos 15.000 millones de dólares, seguidos por los de Barcelona, que ascendieron a casi 10.000 millones (en ambos casos, en dólares equivalentes del año 2015).

Esas cifras incluyen sólo los costes directos de las instalaciones e infraestructuras adyacentes, sin incluir todas las obras complementarias, ya sean de ampliación de aeropuertos, de autopistas de circunvalación o de una línea de alta velocidad, que son siempre más elevados.

Los costes mencionados incluyen unos sobrecostes de finalización de las obras astronómicos. Como media, en todos los Juegos del último medio siglo, el coste final ha duplicado las previsiones iniciales. Montreal batió el récord multiplicando por siete el coste inicial. Barcelona es la segunda en esta lista, habiendo multiplicado por 2,5 el presupuesto.

Las razones de estas desviaciones tan elevadas son varias. La principal deriva de la financiación de las infraestructuras. Éstas son financiadas por el Estado, no por la ciudad que las organiza, lo que genera una sistemática sobredotación. Ha habido excepciones. La estructura federal descentralizada del Canadá propició la bancarrota de Montreal, que sufrió durante tres décadas su ruina financiera.

Un evento tan costoso como las Olimpiadas o una Exposición Universal sólo tiene sentido para la ciudad y para el país que las alberga, si posteriormente se utilizan las infraestructuras con intensidad, se cosechan beneficios extraordinarios derivados de la mejora de la imagen de marca de la ciudad o país, de la atracción de mayor inversión extranjera y, en general, del estímulo a nuevas actividades económicas que hagan socialmente rentables los enormes recursos públicos invertidos. En otro caso, como ocurrió en Montreal o en Sevilla con la Expo 92, representará, en buena medida, un despilfarro de recursos por la incapacidad de la ciudad -de su capital humano, de sus empresarios- de absorber de manera racional toda la ola de inversiones.

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