Luis Gordillo. Pintor

“Soy un pintor que sufre, duda y hasta se ríe de sí mismo”

  • A sus 74 años, el sevillano Luis Gordillo, pionero del pop español, merecedor de múltiples galardones y con una ingente obra expuesta en todo el mundo, dice ser muy viejo para ponerse deberes: ya no intenta controlar su pintura, con sus contradicciones, sino que deja que fluya e intenta disfrutarla. Reside en las afueras de Madrid con su mujer, Pilar Linares, y no se plantea volver a su tierra, demasiado tranquila para un hombre que mira a la vanguardia. Rechazó el ingreso en la Academia de Bellas Artes de Madrid y dice que haría lo mismo si le ofrecieran un puesto en la de su ciudad natal, cosa que no ha ocurrido. Acaba de recibir el premio Sevilla Abierta por su contribución a la proyección internacional de la capital de Andalucía.

–¿Se hizo pintor contra todo pronóstico?

–Es posible. Estudié Derecho, aunque no me gustaba, porque no tenía las cosas claras. Pero no es que mi padre se opusiera a que pintara. Lo que no quería es que fuera médico, como él.

–¿Pintaba de pequeño?

–No, no, tampoco fui un pintor precoz, ni especialmente bueno en el colegio. El bueno era mi hermano mayor. A ese le ponían diez en dibujo. A mí no.  

–¡Tendría alguna vena artística!

–De forma genérica sí, pero la música se me daba mejor, con mucha facilidad para componer. También escribía y hacía poemas. Era un niño culto.

–¿Fue un joven inconformista?

–Era más bien tímido, calladito y depresivo. El más político y social era mi hermano Antonio, el mayor. Yo era más reconcentrado e introvertido, estaba más en el terreno de lo lírico y de lo psíquico.

–¿Le salvaba el sentido del humor?

–He tenido siempre una línea irónica, quizá para sortear lo depresivo. Ese humor tan macabro ha sido una manera de reírme de mi mismo. Tengo una veta cachondona, bastante corrosiva.

–¿Cómo recuerda la Sevilla de su juventud?

–Era una Sevilla decimonónica. Los profesores de la Escuela de Bellas Artes, a la que fui un tiempo, te ponían de modelo la clásica señora vestida de gitana. Estaban aún en el impresionismo. 

–¿Por eso se marchó?

–No lo tengo claro. Era una persona muy dudosa. Mi hermano, que me servía de referencia, se había ido a París. Y yo estaba grandecito para seguir en casa, a la sopa boba.  

–¿Vivió París como un destierro?

–No viví nada parecido a la historia de Un americano en París. ¡Era más bien un gilipollas!  Pero fue una época crucial. París entonces era la capital del mundo.

–¿Por dónde se movía?

–En ese momento estaba en la pintura abstracta, en lo que se denominaba el informalismo. En esta corriente estaban los españoles famosos de aquel momento: Tàpies, Millares… Aprendí mucho.

–¿Y cómo se ganaba la vida?

–Lo mismo trabajaba en un hotel por las noches, que daba clases de español. Después me fui a Londres y lavaba platos. Cuando volví a Madrid daba clases de francés. Eso lo hice durante muchos años. 

–¿Se consideraba ya pintor?

–Había temporadas en que me consideraba pintor y, luego, abogado. Tenía muchas crisis y vueltas atrás. 

–¿Y qué le hizo asentarse?

–Con 29 años hice un tratamiento de psicoanálisis que me hizo tener más confianza en mí. Fue muy importante, porque empecé a creérmelo y tomé posesión de mi pintura.

–¿Había ya psicoanálisis en España?

–Era muy novedoso. En Sevilla no lo encontrabas. Pero yo tenía un tío lejano en Madrid que fue uno de los primeros psicoanalistas españoles. Empecé con él y seguí con otra psicoanalista que me fue muy útil.

–¿Cómo le ayudó?

–Hasta entonces tenía grandes altibajos: de pronto me hundía y no creía en absoluto y de pronto subía y me ponía a dibujar como un loco. Dejé de tenerlos. 

–¿No le enriquecían las dudas?

–Pero era excesivamente duro. Me rompía, así no se podía hacer nada. Lo curioso era que cuando me ponía a trabajar lo que salía estaba bien, porque todo eso después lo expuse.

–¿Qué queda en usted del joven que emigró?

–Soy el mismo. Aunque he mejorado, sigo desconfiando mucho de mí mismo y de mi obra. Nunca he llegado a convencerme de que es meritorio lo que hago. 

–Pues ya va siendo hora.

–A fuerza de que la crítica me apoye y de que los cuadros cuesten dinero… Actualmente no puedo decir “soy una mierda”, porque no tengo derecho a decirlo.

–¿Cuáles son sus demonios?

–El más grave es la búsqueda de perfección. El otro, la vanguardia, que me ha hecho sufrir mucho. Siempre he pensado que la vanguardia es la verdad y la razón en el arte.

–¿Ese es el precio que ha pagado por pintar?

–Quizás haya otros pintores que se lo pasan muy bien. Para mí es duro.

–¿Hay algo de masoquismo?

–Eso parece. ¡Cincuenta años dedicado a algo que te hace sufrir! Debo ser muy raro.

–¿Teme que la pintura tenga los días contados?

–En los noventa parecía que la pintura se estaba terminando, con la irrupción a degüello del vídeo y la fotografía en nuestro mundo. ¡Estábamos acojonados!

–¿Y ahora ya no?

–Desde hace diez años sale pintura por un tubo, debido a que el mercado necesita mercancías más fáciles de vender. El arte se había hecho muy difícil para las galerías. 

–¿Muy intelectual?

–Muy intelectual, conceptual, complicado, político, social, racial. Es el que se sigue viendo en las bienales.

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