Ayer y hoy

Washington Irving y los hijos de la Alhambra

  • Mateo Jiménez, su abuelo el sastre, la Tía Antonia, la sobrina Dolores, el primo Manuel, el Padre Santo, la reina Coquina, eran los verdaderos hijos de la Alhambra que inspiraron al escritor

Nunca le agradeceremos bastante a Washington Irving la propaganda que nos hace con sus Cuentos de la Alhambra, pero el mérito de sus deliciosos relatos no es sólo suyo. Buena parte de su inspiración se la proporcionó esa curiosa prole habitante del monumento nazarí que quedó bautizada como los hijos de la Alhambra.

Corría el año 1829 y fueron muchos: Mateo Jiménez, su esposa y sus siete hijos, la mayor de los cuales se adornaba el pelo para bailar y tocar las castañuelas por las calles de Granada; su padre, un humilde tejedor de cintas que vivía en una casucha de cañas y barro encima de la Puerta de Hierro que da al Generalife; su abuelo, un conocido sastre al que Mateo debe los relatos que luego cuenta a Irving; la animosa e inteligente Tía Antonia, que le alquiló las habitaciones en las que escribió los cuentos, verdadera dueña de la fortaleza; su sobrina Dolores, pequeña, regordeta y de ojos negros; su primo Manuel Molina, estudiante de Medicina y pretendiente de Dolores al creer que sería la heredera de las casuchas de la tía Antonia; Pepe, el jardinero, alto, rubio y tartamudo, cuidaba los jardines de la tía Antonia.

Y una viejecita llamada María Antonia Sabonea con pinta de bruja, más conocida por su apodo, la Reina Coquina, experta en contar cuentos, fea y muy bajita, aunque a pesar de eso había tenido cinco maridos y medio, porque uno de ellos murió durante el noviazgo. A Washington Irving le encantaba acudir a sus tertulias y oír sus cuentos.

Otro de los curiosos hijos de la Alhambra fue el apodado Padre Santo, burlesco apelativo que le pusieron sus vecinos a Alonso de Aguilar, un viejo gordo con nariz de borracho, que había sido sacristán y ahora, más pobre que las ratas, presumía de ser descendiente del Gran Capitán y de la ilustre Casa de Aguilar.

De entre todos esos personajes se destaca uno al que Irving conoció subiendo por la Cuesta de Gomérez; era alto y delgado, se hallaba junto a unos soldados en la Puerta de las Granadas y se acercó al americano ofreciéndose de guía. Fue cuando el diplomático le preguntó: ¿Conoce usted este sitio? El andrajoso granadino le contestó con orgullo: "ninguno mejor que yo; soy hijo de la Alhambra".

Era el citado Mateo Jiménez y desde entonces no se despegó del escritor que incluso llegó a preguntarle, no sin cierta sorna, si descendía del Cardenal Jiménez de Cisneros. Mucho le debe el escritor al tal Mateo, pues fue éste el que contaba sin parar viejas historias que había oído de niño a su abuelo.

Mateo fue para Washington Irving criado, guía, cicerone, escudero, historiógrafo y verdadera e inagotable fuente de inspiración. En su afán de serle útil acabó por convertirse en una pesadilla. Le acompañaba a todas partes; tuvo que comprarle ropa nueva para que por lo menos estuviera presentable. Luego acabó de guía de la Alhambra.

El infatigable y pertinaz Mateo Jiménez fue el que le contó aquella historia, traída de su abuelo, y referida a la Puerta de la Justicia, en la que la llave y la mano eran dos símbolos alusivos al rey moro que construyó la Alhambra y que se había vendido al diablo para que el monumento nunca se destruyera; hasta que la mano bajara del arco y cogiera la llave. Ese día el edificio saltaría en pedazos y quedarían al descubierto los tesoros allí escondidos.

El mismo Washington Irving reconoció que fueron estos hijos de la Alhambra los que le proporcionaron los mejores apuntes. Entusiasmado con Granada, viviendo en la misma casa de Boabdil y atendido por la pequeña Dolores a la que imaginaba ser una de las bellas huríes del cielo de Alá, oye los relatos de Mateo y acaba dando a la Literatura Universal una de las obras más clásica: los Cuentos de la Alhambra.

¿Percibirán los nietos de estos hijos de la Alhambra derechos de autor?

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios