Ayer y hoy

Ganivet se llevó de Alfacar un recuerdo imborrable

  • A la muerte de su madre, Ángel Ganivet vino a Granada y aprovechó para visitar la Alfaguara. Se llevó un recuerdo "imborrable". Cocinó unas migas de pan junto a la Fuente Grande.

Desolado vino Ganivet en agosto de 1895 cuando se enteró de la muerte de su madre y estando de vicecónsul en Amberes, se traslada a su casa de la Cuesta de Molinos. En los tristes días que sucedieron a la desgracia familiar, su amigo Nicolás María López, el "Antón del Sauce" de la Cofradía del Avellano, le propone como distracción una excursión a la Alfaguara y la Cueva del Agua. Habían de ir solos los dos en pleno mes de agosto y salir a media noche para llegar a la sierra al amanecer. La cita fue a las once de la noche en la Virgen del Triunfo. Allí apareció Ganivet con su chaqueta de dril, sombrero negro y un bastón. Por la calle Real de Cartuja arriba se tropiezan con la imponente silueta del monasterio. Les esperaba un primo de Nicolás ya avisado. Al llegar a su casa se encontraron con una suculenta cena a base de jamón cocido con azúcar y canela regado con vino del lugar. Cuenta Nicolás que al levantarse de la silla a Ganivet se le quedó marcado en la americana el espaldar del asiento, dado el sudor y la fuerte contextura del huésped. La prima intentó limpiar la marca con un cepillo y agua de colonia. Pero al ser una mancha de aceite aquello no salía. Ganivet, tirando de esa vena humorística que a veces le salía y viendo la señal en forma de cruz estampada en su chaqueta como el que lleva la cruz a cuestas, comentó "no se apure, señora, ahora podré decir que me llevo de este pueblo un recuerdo imborrable".

Se recrea Nicolás María en alabar el pueblo morisco de Alfacar, sus casas, sus calles, sus costumbres y tradiciones; y hasta se atreve a hacer un retrato de sus habitantes "de facciones morunas, redondas, apopléticas, con ojos grandes e inexpresivos… casi todos labradores, excepto los que se dedican a la industria del pan… ¡El pan de Alfacar! Cada hogaza recién cocida es un poema… en prosa", dice el cronista. Y le da la razón Ganivet que al venir de familia de molineros visitó algunos hornos del pueblo y se atrevió incluso a dar consejos a los panaderos.

Emprendieron viaje hacia Fuente Grande. Sorprendido, la describe como un estanque ovalado de cuyo fondo verde nacen burbujitas que estallan incesantes y se cruzan con irisaciones de diamantes. Dice Nicolás María que el rostro de Ganivet, tan amante del agua como era, se reflejaba en el estanque como años después se reflejaría en el monumento de la Alhambra que realizó Juan Cristóbal junto a la Fuente del Tomate. Como tal vez se reflejaría en las frías aguas del río Dvina cuando a ellas se arrojó en 1898.

Llegó la hora del almuerzo y hubieron de compartir los fiambres que llevaban. Se lamentó Ganivet de no tener a mano una sartén y algo de aceite para preparar unas buenas migas, pues no se les daban mal las artes culinarias, como ya había demostrado ante sus amigos cuando vivían de solteros en Madrid. Un pastorcillo que oía la conversación corrió como un gamo y apareció luego con una mugrienta sartén y una peguntosa alcuza de aceite. Ganivet se remangó, hizo pedazos la hogaza, remojó el pan en la fuente, le echó un espolvoreo de sal y sin retirar la sartén de la fogata la cernió suavemente, picó en pedacitos el jamón que traía, lo mezcló y lanzó el contenido varias veces al aire con suma habilidad "como un consumado malabarista", dice Nicolás María. El pan se fue tostando y cuando estaba suelto, Ganivet, el hijo del molinero, sentado sudoroso en la hierba, exclamó "¡Están para comérselas!"

La excursión continuaría hasta la Cueva del Agua. Siempre el agua. Desde allí vuelta a Granada; volvió Ganivet taciturno y ensimismado; de nuevo triste por la muerte de su madre, por el destierro que le esperaba allá lejos y por las huellas que su reflejo en el agua de la fuente quedarían en su atormentada mente.

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