Granada

Montefrío, los japoneses fueron los primeros

Aver cuando me llevas a Montefrío", me dijo Harry hace poco cuando nos tomábamos una caña. Dos días después repitió la muletilla: "A ver cuando me llevas a Montefrío". La obsesión de Harry por ver Montefrío viene desde que el mes pasado vio un reportaje que decía que este pueblo granadino está entre los diez lugares del mundo con mejores vistas. Lo habían dicho los americanos en su prestigiosa revista National Geographic y él se había empeñado en comprobar si es verdad. Así que el pasado lunes cogí el coche y llevé a Harry a Montefrío. ¡Para qué alargar su cantinela!

Para ir a Montefrío, como para ir a Copenhague, se puede ir por muchos sitios. Nosotros cogimos la carretera que lleva a Alcalá la Real y Córdoba y nos desviamos por Puerto Lope. Descartamos ir por la autovía porque muchas veces estas vías seguras y cómodas hacen que nos olvidemos de que hay un paisaje al que admirar. Estamos a finales de agosto y el calor no ha remitido lo suficiente para decir que se está acabando el verano. En el trayecto nos persigue la estampa bucólica de los olivos. Como son las doce de la mañana y el sol está en su apogeo, se impone una conversación refrescante: hablamos de barrigas cerveceras y de compromisos de dietas al final del verano. La crisis de Gobierno ya ni la mentamos. Estamos los dos aburridos. Le digo a Harry que para mí ha sido el agosto más coñazo de mi vida, informativamente hablando. No ha habido telediario o tertulia que no te hayan hablado de lo mismo: de los posibles pactos para gobernar, del 'no' de Pedro Sánchez o de la posibilidad de unas terceras elecciones. Ahí un chiste circulando por el 'guasap' en la que un amigo le dice a otro: "¿Tú vas a votar en las terceras elecciones? A lo que éste le contesta: "No, yo espero a las próximas".

Dejamos de hablar cuando estamos llegando al pueblo. Si dicen que las vistas están entre las mejores del mundo, sería una osadía no valorarlo. Que no nos pase como esa motrileña que fue por primera vez a Madrid a acompañar a su hija estudiante que quería ver el Museo del Prado. Una vez en el museo, la hija se extasiaba contemplando las obras maestras de Goya y Velázquez, pero su madre le apremiaba ya que eran las dos de la tarde y tenían que coger el autobús para regresar al pueblo. Así que cada vez que la niña se paraba a ver un cuadro, la motrileña le insistía con urgencia:

-Vamos, hija, por favor. ¡Más de prisa! ¡Jesús! ¡No pierdas el tiempo mirando los cuadros!

Nosotros si vamos a Montefrío a algo es a extasiarnos mirando los paisajes. Le cuento a Harry que antes de los americanos del National Geographic quién realmente descubrió la capacidad fotogénica Montefrío fueron los japoneses.

-Cuando llegaron los americanos los japoneses llevaban 30 años allí -le digo al irlandés a manera de microrrelato de Augusto Monterroso.

Harry engurruñe los ojos en señal de no entender lo que le digo. Le explico que uno de mis primeros trabajos periodísticos, hace más de 25 años, fue un reportaje sobre la fascinación que este pueblo ejercía sobre los nipones, ya que era frecuente que autobuses llenos de turistas de ese país recalaran en el pueblo para fotografiarlo. Y es que en 1981 llegó a Montefrío Yuri Oyma, profesor de la Universidad de Yokohama y fotógrafo. Quedó maravillado del lugar. La impresión que le causó el pueblo fue tal que volvió en cinco ocasiones más en las que fotografió no sólo los monumentos del pueblo, sino también sus gentes y sus costumbres. En 1983 Oyama publicó en Japón un vistoso libro con sus fotografías y realizó dos exposiciones, una en Yokohama y otra en Tokio. A partir de este momento Montefrío fue descubierto para los nipones. Pero es que años más tarde un anuncio japonés mostró la imagen de la fortaleza montefrieña en Japón. Y en 1999 el periodista corresponsal en España Osamu Takeda publicó un libro llamado Los 100 pueblos más bellos de España, en los que se recogían las fotografías y vivencias de sus 30 años en nuestro país. Montefrío fue el pueblo seleccionado como portada de este libro.

Pero ahí no queda la cosa. Hubo un tiempo no muy lejano en que a muchas parejas japonesas les dio por venir a casarse a este pueblo y celebrar el banquete en La Bobadilla.

-Fíjate ahora, Harry, que muchos de los letreros informativos que hay en Montefrío están en japonés.

-¡Oh! Eso es estar al loro. ¿Se dice así?

Montefrío, además, está ya acostumbrado a ser objetivo mediático, y no por su fortaleza o iglesia circular, sino por algo mucho más mundano. Le explico a Harry que una de mis primicias periodísticas fue la de descubrir quién había sido el vecino de esta localidad que había sido agraciado con 75 millones de euros de un sorteo del Euromillón, hasta ese momento el más abultado de cuantos se habían dado. Lo puse en el titular de una de mis crónicas: "El ganador de los 75 millones de euros del sorteo del Euromillón es el conserje del colegio". Y es que este hombre tuvo la sangre fría de no decir nada sobre la suerte que había tenido durante casi un mes, en el que incluso siguió yendo al trabajo. Decenas de periodistas llegaban todos los días a Montefrío con la intención de descubrir al afortunado. Las especulaciones y rumores sobre posibles ganadores fueron tantos como los millones que el conserje había ganado. Eso fue en 2008, al que todos los montefrieños se refieren como 'el año en que a Fermín le tocaron los millones'.

Pero es que, para rematar esa senda mediática en la que se ha colado Montefrío, hay que rematar la faena diciendo que no hace mucho un queso de cabra de allí ha sido elegido como el mejor queso del mundo en la última edición de los World Cheese Awards, el mayor certamen de este sector a nivel mundial. El queso fabricado por la empresa local Queso Montefrieño recibió la medalla de oro en la categoría de queso de cabra de leche cruda de calidad certificada.

-No olvidar que yo comprar queso de cabra. Gustar mucho a Dorothy-dice Harry.

El irlandés queda encantado con la vista que ofrece la fortaleza árabe de Montefrío, subida en un risco como una cabra montesa, y la iglesia de la Villa. Allá arriba, altiva y presumida, sujeta con firmeza a las rugosidades ocres de la peña, la iglesia lo otea todo. La vemos desde el mirador que hay en la carretera hacia Tocón. Desde allí, el pueblo seduce con armas sutiles que tienen que ver con la emoción que producen los girones místicos de su contemplación. Una de esas armas es su coherencia de su paisaje urbano, envuelto en lomas olivareras y pineras y en medio de una ola rocosa. Está, por ejemplo, la iglesia de la Encarnación, de planta circular, con esa silueta amable y elegante que la hace distinguir entre esas sinuosas calles que se diseñaron en tiempo morunos. Está el Ayuntamiento, un antiguo palacete del siglo XVIII. Está el popular Pósito, que sirvió de almacén de grano en el siglo XVIII. Está el puente romano y la Casa de los Oficios, del siglo XVI.

Harry y yo pasamos toda la mañana recorriendo el pueblo. Hay una actividad turística calmada pero incesante. Desde que el pueblo sale cada dos por tres por la tele, miles de turistas han proyectado en sus vacaciones pasarse por Montefrío. Hablamos con uno que se llama José Manuel Comino, un jienense que vive en Inglaterra. Dice que leyó hace tres meses el reportaje en el National Geographic y desde entonces estaba deseando conocer el pueblo. Ha aprovechado sus vacaciones en su país de origen para venir a verlo. Se lleva una buena impresión, como la de Harry, que llega a decir en un momento de la visita, que es uno de los pueblos más evocadores y románticos de los que han visto sus cansados ojos.

En una terraza tomamos café a la caída de la tarde, cuando el color de Montefrío no tiene nada que ver con el de la mañana. En el cielo, el rojo rivaliza con el gris y el amarillo, en una intensidad variable en segundos. Las fachadas encaladas se tiñen de naranjas. Es cuando me dice Harry que la excursión ha valido mucho la pena.

Al regresar a Granada, a mitad del camino, el irlandés me sorprende con una queja:

-¡Oh! A mí olvidar de comprar queso para Dorothy.

-No importa, venimos otro día -le contesto.

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