De libros

El mal uso de las buenas intenciones

  • Alan Wolfe examina casos de genocidio, terrorismo, limpieza étnica y tortura para tratar de desentrañar las causas del mal y proponer medidas eficaces para combatirlo sin maniqueísmos

En un concurso de grandes bocazas de nuestro tiempo es posible que el polemista francés Bernard-Henri Lévy se llevara un premio. Henri Lévy es de esos que es la novia en el entierro y el muerto en la boda. A contracorriente, pero siempre presente. Su mundo es blanco o negro. Si hay algo que se teme más que a los tiranos asesinos o a los señores de la guerra en Cruz Roja o en Médicos sin Fronteras es a gente como Henri Lévy.

El filósofo francés abanderó el movimiento Salvemos Darfur, la capital de Sudán en la que en 2003 los árabes se lanzaron sobre la población negra provocando una de las mayores matanzas de este nuevo siglo. Desde el primer momento, estos asesinatos fueron calificados por intelectuales occidentales como un genocidio, trazando paralelismos con lo que había sucedido una década antes entre tutsis y hutus en Ruanda, y donde Occidente dejó correr la sangre de los machetazos mirando hacia otro lado. Ahora sabemos que Ruanda fue genocidio y Darfur, con toda su barbarie, una guerra civil.

"Retrospectivamente, parece claro que la campaña contra el genocidio en Darfur iba más sobre el genocidio que sobre Darfur", escribe el politólogo Alan Wolfe en su ensayo, galardonado con el premio Palau i Fabre, La maldad política. Los cooperantes de Cruz Roja encontraron problemas añadidos para trabajar en los puntos más calientes del conflicto gracias a la contribución de quienes convertían el genocidio Darfur en bandera. Lo que ocurrió en Darfur fue complejo, al igual que lo fue la guerra de los Balcanes o, en la actualidad, Siria. Simplificar no ayuda a los que sufren.

La principal tesis de la lúcida reflexión de Wolfe acerca de la maldad se resume en lo siguiente: sólo podemos combatir con cierta eficacia los miedos que nos rodean si llamamos a las cosas por su nombre, si conocemos qué es realmente lo que hay detrás de cada uno de los hechos que en segundos atraviesan el planeta globalizado.

Nada más estallar las dos ollas exprés en los contenedores que se encontraban junto a la meta del maratón de Boston el mundo ya sabía que el terrorismo había regresado. Daba igual que la administración Obama intentara evitar la palabra. Terrorismo-islam-Al Qaeda-11-S-11-M. Esa es la secuencia de nuestro pensamiento inmediato y simplificado. En nuestro esquema mental nos han inoculado esas relaciones. La sencillez del mensaje, el spot, el eslogan. Vale para todo, también para genocidio-Ruanda-Darfur-Balcanes-Hitler-holocausto.

Existe una industria de todo esto de la que Wolfe no quiere formar parte. Tras la conmoción del 11-S se publicaron decenas de libros de historiadores neocon que se lanzaron a la tarea de relacionar científicamente el yihadismo con el nazismo. Toda maldad está relacionada, venían a decir, y hay que utilizar siempre las mismas armas. De Mani, el santón que da nombre al maniqueísmo, ya se ocupó en su día San Agustín, que creía que el mal anida en el interior de todos nosotros. Los buenos, decía Mani, se enfrentan a las tinieblas del mal. Blanco o negro. Mani veía el mal en todas partes. A este santón parecía adorar George W. Bush cuando dibujó el eje del mal tras la caída de las torres y lanzó a los buenos a atacar a un país gobernado por un tirano que no había tenido nada que ver con aquello. Nadie le niega la maldad a Hussein, pero ¿por qué se escogió acabar con esta maldad y no con otras? Estados Unidos y sus amigos salvando al mundo de los malos. El maniqueísmo es peligroso: se cobra demasiadas vidas.

Durante las primeras horas, las ollas exprés de Boston entraron en ese maniqueísmo con su onda expansiva habitual. Incluso hubo detenidos en España que podrían actuar como lobos solitarios. Es decir, como asesinos majaras. De hecho, un lobo solitario no deja de ser un asesino en potencia abducido por la publicidad que genera la palabra terrorismo, que evoca una causa, pero que, en realidad, su único objetivo perece en sí mismo. El objetivo de un acto terrorista es que el crimen sea publicitado de tal manera, como terrorismo, y se haga un hueco en la historia. Eso parecían buscar esos infelices de origen checheno en Boston.

Porque la industria del terrorismo no se acaba en el terrorista: "Aquellos que componen la industria del terrorismo prefieren retratar a los terroristas como mucho más mortíferos y efectivos de lo que son". Y en esta industria están políticos asociados con militares, expertos y periodistas, cadenas de televisión, empresas que buscan contratos con los departamentos de seguridad... el terrorismo mueve mucho dinero.

Wolfe se rebela contra eso a lo largo de cerca de 400 páginas clarificadoras y muy amenas en las que detalla la inoperatividad del combate cuando se pelea con conceptos erróneos. Las palabras tienen su sentido. Si Bush emprendió una cruzada en Iraq no fue por la bondad de salvar a los iraquíes de su tirano, ni siquiera por venganza, ni siquiera por petróleo. Dispara con bala Wolfe cuando dice: "Las sociedades democráticas requieren de algo más que concursos de popularidad disfrazadas de elecciones si quieren evitar los errores que han caracterizado las respuestas (...) de Estados Unidos". Al igual que los terroristas, Bush también buscaba un lugar en la historia y cuando, en la inauguración de su biblioteca en Dallas, dice que ahora Estados Unidos es mucho más seguro, gracias, se supone, a la pérdida de miles de vidas inocentes en su cruzada contra el mal, lo que hace es entrar con ventaja en el concurso de grandes bocazas y arrebatarle el primer premio al narcisista Henri Lévy.

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