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Bajo el sello de la diversidad

  • 'Orfeo y Eurídice', de la Fura dels Baus, una de las novedades Triunfaron Christophers -con la OCG y The Sixteen- y Fedoseyev con 'La consagración de la primavera'

Cuando redacto el análisis final del 62 Festival Internacional de Música y Danza queda el suplemento flamenco que se ha considerado oportuno añadir como broche a la edición vagamente conmemorativa del Milenio. Personalmente creo que el flamenco debe integrarse dentro de las sesiones y no como un bloque aparte, y menos cerrando el certamen. Así que sólo me centraré en algunos de los instantes más significativos en el campo de la música y la danza, marcada por la diversidad de ofertas, en deterioro, quizá, de la selección y la calidad que, por otra parte no ha faltado, pero que debe servir de advertencia para no perder nunca de vista en qué pilares fundamentales se asienta el Festival.

Diré, en primer lugar, que ha sido un éxito de público porque todos o casi todos los espectáculos a los que he asistido he anotado el lleno del aforo como señal inequívoca de la atracción de un programa, rebasados los espacios de los conciertos gratuitos matinales y los llamados Música en palacio, amén de los recitales de órgano. Todo ello, junto al FEX, que es otra oportunidad de acercar a todos los públicos al Festival y a jóvenes artistas y conjuntos, demuestra la solidez de una edición.

Una edición, sin embargo, dónde hemos advertido algunas lagunas. Por ejemplo, Verdi no ha podido ser peor tratado en su bicentenario y Wagner, de paso, aunque en menor medida. El discreto concierto que dirigió Danieli Gatti a la Orquesta Nacional de Francia ha sido el único elemento de recuerdo, con un Verdi de absoluta mediocridad, incompatible para reconocer su talento en los fragmentos programados, mientras Wagner encuentra más defensa en su música sinfónica, de cuyo autor, Gatti es un reconocido especialista. No vamos a pedir, como hizo hace unos años el Festival de Canarias, escuchar a Tristán e Isolda en versión de concierto, en un programa que duró cinco horas y que pocos resistirían. En cuanto a Verdi, quizá hubiese sido oportuno volver a interpretar su Réquiem, montar algunas de sus óperas, aunque fuese en versión de concierto o, al menos, un recital de sus arias más famosas. Tampoco Britten, en su centenario, ha salido bien parado, con obras menores. ¡Qué ocasión para un concierto sinfónico-coral con su antibelicista War Réquiem, estrenado en la reconstrucción de la catedral de Conventri, en Inglaterra, tras finalizar la II guerra mundial.

Principales atractivos

El principal atractivo de la 62 edición era la representación de la ópera de Gluck Orfeo ed Euridice, en la original versión que ha hecho La Fura del Baus y que se estrenó hace dos años en el Festival de Peralada. La Fura nos tiene acostumbrados a las sorpresas que en éste caso, al ser divulgada la versión que hizo en Cataluña, estaban limitadas al leve tinte lésbico de la pareja Orfeo-Eurídice, un canto al amor en cualquiera de sus expresiones. Pero dentro de esos tintes de originalidad hubo un respeto absoluto por la partitura que fue lo que respaldó, precisamente, el espectáculo. Un trío de cantantes excelentes, sobre todo la mezzo Ana Ibarra, en un incansable y dramático Orfeo, junto a la Orquesta Band-Art, deambulando por el escenario, enfundados en una segunda piel, como el extraordinario Coro Intermezzo, protagonista, como ocurre en la ópera de Gluck y no simple acompañante. Carlos Padrissa ofreció un atractivo espectáculo, cimentado en el respeto escrupuloso a la belleza de la partitura y en la modernidad del estilo de La Fura.

El plato fuerte del capítulo sinfónico era la actuación de la Orquesta Filarmónica de la Scala de Milán, bajo la dirección de un viejo conocido, Christoph Eschenbach que hace dos años nos dejó en este recinto la más memorable versión que muchos hemos escuchado de la sinfonía Resurrección, de Mahler. Eschenbach y la orquesta nos dejaron un momento excepcional en la clausura del ciclo sinfónico con la magna interpretación de la Sinfonía núm. 4, de Chaikovski. Más diluidito estuvo el comienzo con la versión del Concierto para violín y orquesta, de Beethoven, sobre todo por la débil actuación de Michael Barenboim.

Tras la Nacional de Francia, la Orquesta Nacional de España, bajo la dirección de Vladimir Fedoseyev, nos regaló una magistral Consagración de la Primavera, en el centenario de su polémico estreno en París, subrayado con el bellísimo Concierto para violín y orquesta en Re mayor, de Chaikovski, en manos de una violinista que dará mucho más que hablar como es la joven Arabella Steinbacher. Un ciclo que proporcionó, con la Orquesta Ciudad de Granada y The Sixteen, de la mano de un especialista de la talla de Harry Christophers, una versión llena de emoción de la Misa de Réquiem en Re menor, de Mozart. Coro, orquesta y cuarteto vocal impulsados por la maestría y el aliento con Christophers, encendieron de luz aeterna el Palacio de Carlos V.

Títeres y ballet

En el apartado de música y espectáculo hay que destacar el emocionante Retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, que nos regalaron la OCG y la Compañía de títeres Etcétera, en homenaje de su nieto Enrique a Hermenegildo Lanz que colaboró con don Manuel en el estreno en París hace 90 años en el domicilio de la princesa de Polignac. Dije en la crítica que el gigantesco don Quijote cobró vida humana, manejado magistralmente su pesada figura por numerosos profesionales del teatro de marionetas, cuando desmontó a sablazos el teatrillo en el que huía Melisendra, rescatada por su esposo del secuestro de los moros, mientras una orquesta y tres cantantes subrayaban con calor y emotividad una de las páginas más conmovedoras de la música de Falla.

Espectáculos, en el campo de la danza, donde no se ha superado la línea de la discreción y hasta la mediocridad y que deberá revisarse en próximas ediciones porque hay que buscar las compañías, programas y bailarines más importantes, para no perder el hilo de la historia de estas sesiones en el Generalife, donde, por otra parte, la música enlatada es un insulto al nivel de las sesiones. Por mencionar algo atractivo, de las compañías europeas, los dos solistas invitados -la rusa Erika Mikirticheva, que sustituía a Tamara Rojo, lesionada a última hora, y el cubano Yoel Carreño, procedente del Ballet Nacional de Cuba, en los papeles de Kitri y Basilio- para la página intrascendente de Don Quijote, por el Ballet del Teatro de la Ópera de Roma, una 'españolada' al gusto de los zares y de la burguesía europea, pensada exclusivamente para el lucimiento de los bailarines principales, que deben enfrentarse a las máximas dificultades virtuosistas que arrancan el beneplácito del público.

Lo más positivo y esperanzador para la danza española, la presencia de la Compañía Nacional de Danza, dirigida por José Carlos Martínez, que hemos venido siguiendo constantemente en el Festival, con sus altos y bajos, sus luces y sombras, dependiendo en buena parte de los criterios y bandazos políticos. En el cierre del ciclo, nos admiró una coreografía actualizada sobre Romeo y Julieta, de Prokofiev, de uno de nuestros más significativos nombres de la danza actual, Goyo Montero. Una página de alto valor coreográfico, de intensidad dramática, sólo disminuida por la ausencia orquestal, tan fundamental en esta obra.

Y otras músicas, sí. Aparte de la magistral lección histórica de lo que se escuchaban durante la dominación árabe y la inmediata reconquista en Granada y su reino y el resto de los reinos de Al-Ándalus, a cargo de La Capella Reial de Catalunya Espérion XXI, dirigida por Jordi Saval, dos mitos en sus distintas especialidades: Ute Lemper y Michael Nyman, con un resultado final desigual. Para no citarme siempre -aparte de que no pude asistir al recital de Lemper- mencionaré el título de una crítica de José Luis Arteaga: "La dama y el caradura". La dama obviamente era Ute Lemper con su recital de canciones de los viejos cabaret berlineses, del París de Piaff o de los tangos de Piazzola. El 'caradura' era Michael Nyman, un compositor admirado mundialmente por sus músicas para películas al que el Festival y el Centro Nacional de Difusión Musical (CNCM) le encargaron una obra -Goldberg Shuffle- que no tocó, sin advertirlo previamente al público, en su recital, "porque -explicó después, no esa noche- en cien años no sería capaz de tocarla". Y es que, en efecto, es un pianista que ni siquiera sería disculpable en un concierto en el FEX y sólo, entre una maraña de partituras que volaban encima de un piano acrecentadas mecánicamente sus resonancias, quedaba el hecho de que un autor tan reconocido interpretase, aunque fuese deficientemente, su propias obras, por otro lado muy gratas de escuchar. En cualquier caso -y lamento citarme una vez más-, "un timo musical en Los Arrayanes".

Por cierto que hablando de recitales me cuenta persona autorizada en el campo de la música que la actuación del guitarrista David Russell -a la que no pude asistir- estuvo desvirtuada por la instalación de altavoces en el Patio de los Arrayanes, lo que es un atentado a la acústica prodigiosa del patio, donde hemos escuchado las guitarras de Andrés Segovia o Narciso Yepes, los pianos de Rubinstein o Kempff, las voces de Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza, Jessey Norman y un larguísimo etcétera sin esos aditivos propios de una verbena de pueblo.

La valoración de la presente edición tiene que ser, en general, positiva. Diego Martínez, su director, ha retado inteligentemente a la crisis, provocada por los recortes de las aportaciones de las distintas administraciones sobre las que gravita el certamen. Nuevos patrocinadores, ampliación de aforos y total respuesta del público ha justificado, incluso, la ampliación de fechas. Quizá deberá, sobre esa base de afrontar otras músicas, no olvidarse de las que están todavía sin escuchar o menos prodigadas en el repertorio del Festival. Y sobre todo, el viejo lema de la trascendencia y la máxima calidad sobre la cantidad.

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