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Agassi en el 'tie break' perpetuo

  • 'Open' ofrece un autorretrato turbulento, conmovedor y alejado de la autocomplacencia de una de las grandes estrellas del tenis reciente

Ahora el libro se ha convertido en un best-seller y por lo tanto es inmediatamente sospechoso -y con razón- de ser otro de esos productos aseaditos, rutinarios y aburridísimos con los que los famosos menudean tres o cuatro disgustos y un amor de juventud y siguen con su vida, que es el hacer caja y el habitar mansiones. No es así en este caso, sin embargo. Basta con leer las primeras 40 páginas de Open, donde se recrean los prolegómenos de uno de los últimos partidos de Agassi como profesional (contra Marcos Baghdatis en el Open de Estados Unidos 2006), los temores, los quebrantos de un cuerpo machacado -postrimerías de un deportista de élite-, los rituales de una actividad tan mental, solitaria y geométrica que no es preciso mucho esfuerzo para pensarla en términos metafísicos, y luego la narración del partido, que fue verdaderamente épico, y que ganó Agassi, y después el encuentro de ambos, tirados cada uno en su camilla, reventados por los dolores y los calambres, dándose la mano mientras en la televisión del vestuario el locutor proclama que lo que se acaba de vivir en la pista central de Nueva York ha sido uno de esos partidos, y los dos mirándose, como diciendo sin decir ¿esto lo hemos hecho nosotros?: esto lo hemos hecho nosotros; basta con leer el vibrante arranque de estas memorias, en fin, para entender que estamos ante unas memorias-de-famoso distintas, con un tono cautivador y realmente bien escritas (no en vano, aunque a petición suya no figura su nombre en la cubierta, quien dio orden y forma a todo el caudal de recuerdos fue el periodista y novelista J. R. Moehringer).

Cualquier aficionado al tenis en los 80 y 90 asistió al nacimiento de una de esas dicotomías del tipo Beatles-Stones, Prince-Michael Jackson o Messi-Cristiano para no irnos del deporte. Y claro que hubo muchos más jugadores grandes en aquella época, pero aquí hablamos de Agassi-Sampras. Éste era la máquina: el Chico Sanote de la Soleada California, sobrio, metódico, imperturbable, un sacador letal; Agassi, el Chulo Frívolo de la Viciosa Las Vegas, era un restador temible y puro corazón: un talento natural insultante con una actitud agresiva que en sus mejores días echaba literalmente de la pista a cualquiera a base de drives asesinos lamiendo las líneas, pero también un ciclotímico radical, una víctima de su carácter turbulento, "ejemplo vivo de jugador que juega por debajo de sus posibilidades". Open desprende ternura en el relato de ese ir tan frontalmente a contracorriente sin haberlo pretendido, no al menos conscientemente. Agassi, para el mundo (especialmente en sus comienzos) un extravagante enfant terrible, un punk en un deporte encantado con sus ademanes aristocráticos, y ante sí mismo un ser frágil y errático, confuso e inseguro, se pasó la primera mitad de su carrera en trance de tirarlo todo por la borda, en un ansioso tie break entre su autodesprecio y el tenis, y la segunda y última apaciguando su rabia por no haber podido vivir jamás su propia vida y acumulando la mayoría de los ocho Grand Slams que ganó, mientras la mayoría de los rivales de su generación entonaba ya el adiós y los periodistas parecían más interesados en averiguar por qué no se retiraba él también en lugar de admirar o al menos reconocer sus triunfos. Así lo sintió él, al menos.

La gente se permite la arrogancia de decidir en qué consiste el éxito (de los demás), cuando lo cierto es que sólo uno, con suerte, sabe lo que de verdad significa una victoria. Es el mantra que recorre en silencio este libro en el que una voz íntima y directa nos habla en primera persona sobre la extrañeza de la fama -"lo deprisa que lo irreal se convierte en norma"-; sobre la extrañeza prácticamente existencialista con la que experimentó lo que de puertas para fuera era sólo champán y rosas -"Me siento como si me hubieran hecho partícipe de un secreto sórdido: ganar no cambia nada (...) Ahora sé algo que se permite saber a pocas personas en este mundo: las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas. Con gran diferencia", piensa atribulado Agassi tras conseguir en Wimbledon 1992 su primer grande-; sobre su familia (el padre tendrá mención aparte), sus amigos y sus amores serios con Brooke Shields y después con Steffi Graf; sobre sus ingenuos escarceos con las drogas o sus terrores íntimos, entre ellos su calvicie, y puede parecer ridículo o exagerado, pero no hace falta más que imaginarlo jugando la final de un Grand Slam con mucho más miedo a que se le desprendiera en pleno partido la peluca que llevó durante años que a la derrota misma, para entender hasta qué punto le martirizó este engaño, casi tanto como sus frustrantes duelos con Sampras.

Dado que este relato de caída y redención es esencialmente psicológico -y el conflicto, universal: el dolor y las heridas que acarrean la construcción de una identidad- el libro podrá interesar a cualquier persona, aunque lógicamente más a los aficionados al tenis: hay jugosas anécdotas sobre coetáneos como su archienemigo Boris Becker, Jim Courier, Michael Chang o por descontado Sampras, y sobre algunos de sus mayores, desde McEnroe a un Jimmy Connors, al menos aquí, bastante cretino. Y de la mano de este último aparece por fin el padre de la criatura, que le encordaba las raquetas a la leyenda de los 70. Sórdidos padres-de-artista que condenan a sus hijos a ejercer de mera prolongación de sus deseos, y sobre todo de sus frustraciones, hay muchos. Pero el de Agassi, un iraní de raíces armenias que ejercía indiscriminadamente la violencia a su alrededor (llevaba una pistola en la guantera del coche y la sacaba a la mínima mala cara en cualquier embotellamiento), un tipo bestialmente resentido con la vida que huyó por patas (en concreto por la ventana de los baños del Madison Square Garden) minutos antes del primer combate importante que se le presentó en su fugaz carrera como boxeador, es, de una manera literaria y sombríamente cómica, bastante peculiar, casi un personaje apócrifo de Foster Wallace, que tanto escribió de tenis. Lo admirable del libro es que consigue hacer entender que ese hombre, en realidad, quería a su hijo. Y lo admirable de Agassi es que, en vez de volverse loco, llegó a ser el número uno. Una tercera opción, al parecer, no había.

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