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Atlántida sumergida

  • La ciudad de Granada pierde una de sus librerías emblemáticas, que desde hace más de treinta años trataba con igual esmero a los clientes y a los libros desde la Gran Vía

Hace bastantes años paseaba con los padres de una amiga inglesa, mostrándoles la ciudad. Lo hacía con las herramientas de mi inglés de entonces, escaso de registros y asido a dudosas traducciones literales. Al pasar por la calle Elvira, señalando la casa en la que entonces vivía, les dije: "And this is my house… And yours!". Lo que quise haber vertido al inglés era: "Y esta es mi casa, que es la vuestra"; pero sucede que, como en el mundo anglosajón no existe el ofrecimiento simbólico de la casa de uno al forastero, la frase quedaba despojada de todo sentido. Mis visitantes debieron de pensar: "no solo no es nuestra tu casa, darling, sino que tu inglés necesita un urgente brush up". Como eran británicos, solo levantaron un poco la ceja izquierda.

Yo entonces no tenía casa propia, la que les mostré era la de mis padres. Bueno, en realidad, sigo sin casa propia; ni de hipoteca dispongo siquiera. "¡A tu edad, la gente tiene ya una casa, o por lo menos tiene una hipoteca; pero tú, ni hipoteca tienes!". Eso me espetó un día, con razón, un joven ligeramente obsesionado con el verbo tener. Sin embargo, en esta ciudad, son varios los hogares que la amabilidad de sus dueños o sus inquilinos me ha hecho considerar míos, sin exigencia de títulos de compraventa. Si escribo hoy este breve alegato es porque a punto estoy de perder uno de ellos; mejor dicho, porque ya lo he perdido, y me rebelo.

Una de esas residencias mías es una taberna de lámparas y madera cálidas con una bien abastecida bodega que sabe renovarse y gente que conoce el valor de lo que te sirve en la copa. Allí he probado dos o tres de los mejores caldos de mi vida, me he repuesto de algún desastroso movimiento sentimental o he reído a pleno gozo con un buen amigo. A veces, al recibir desde el otro lado de la barra el regalo de catar un vino nuevo o al cumplimentarme con un licor que saben de mi gusto he oído al líquido murmurar, mientras caía en el cristal: "aquí estás bien, estás en tu casa".

Otro de mis domicilios personales es una heladería cuyo obrador fabrica un producto excelente y a cuyos dueños yo quiero bien. Hacia el mediodía el sitio tiene una luz que solo puede ser mejorada si se la acompaña de un frappé de frambuesa. Cuando me ausento de la ciudad sé que algo mío se queda entre sus cuatro paredes pulcras y cordiales. A veces, por la noche, alguien me dice al despedirnos: "tú eres de la casa".

La tercera era una librería. Desde que en Granada se cerraron dos lugares fundamentales en mi adolescencia y mi juventud que la nostalgia no hace más que dorar, Al-Andalus, en la Plaza de la Universidad, y D'Itaca, en la calle Carril del Picón, muchos anduvimos como huérfanos por entre los anaqueles metálicos y los gestos chillones de una serie de supermercados del papel impreso. Pero entonces se abrió en Gran Vía la librería Atlántida. Allí hice amigos hablando de libros, hojeé y adquirí muchos, conversé sin prisa y contemplé, por primera vez en mi vida, cómo unas manos colocaban con primor algo mío en un escaparate. Siempre que salía de aquel local transformado estos días es una desmantelada y triste barraca y anunciaba que regresaría en breve, se oían, casi a la par, las amables voces de Mercedes y Claudio: "cuando tú quieras: estás en tu casa".

He penetrado muchas, muchas veces por las puertas francas de esos tres lares, y allí dentro he hallado el cálido refugio que buscaba. Allí me he mirado, y me he alegrado, y me he reconocido. Por eso, y porque cada uno representa aspectos fundamentales de lo que mi voluntad desea encontrar en el espacio urbano, no voy a resignarme a la pérdida de ninguno de ellos. Por eso, ni compongo una necrológica ni pergeño un epitafio, sino que firmo y sello y entrego en ventanilla una solicitud urgente de renovación de amparo, y os animo como puedo, Mercedes, Claudio: somos una inmensa minoría los que deseamos que logréis abrir una librería para Granada. De vuestra Atlántida sumergida, que ni vosotros ni nosotros hemos querido clausurar, tiene que emerger un nuevo continente de hojas de papel, palabras y afectos compartidos. Más limpio que agua de oro. En él volveremos a reconocernos.

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