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Las flores del miedo

  • Coordinado por Rubén Higueras, la editorial T&B ha publicado el primer volumen de 'Cine fantástico y de terror español', una completa panorámica sobre el cine de género

En España, la actitud de la crítica hacia el cine de género autóctono -y en concreto hacia el cine fantástico y de terror- ha oscilado hasta fechas recientes entre el ninguneo y la veneración, dos extremos irreconciliables, empero reconciliados en un punto: la carencia de un juicio libre de apriorismos que aborde el análisis de dichas obras con un mínimo de rigor, y entusiasmo si se quiere o desprecio si procede. La crítica no es una ciencia exacta, pero debe ejercerse como si lo fuera. Y sin embargo, el fantaterror español ha sido o bien ignorado de manera desconsiderada o bien jaleado de manera desproporcionada según quien cogiera los trastos. Podría citar ejemplos para cada caso. En 1987, José María Latorre publicó un libro por otra parte magnífico, El cine fantástico, que no dedicaba ni una sola página al género cultivado en estos lares, como si no existiera. En el fiel contrario colocaría los panegíricos entonados por la feligresía del culto a la serie Z, en los que la evocación emocional se impone al ejercicio intelectual. Entre cierta cinefilia cunde una extraña forma del "Síndrome de Peter Pan"; veinte o treinta años después, ciertas personas siguen ensalzando las películas que vieron siendo niños o adolescentes con los mismos adjetivos que habrían usado de niños o adolescentes, como si el tiempo no hubiera pasado ni por ellas ni por ellos.

Rubén Higueras ha decidido poner un poco de orden en la casa y, en colaboración con casi medio centenar de críticos, ha orquestado una ambiciosa obra que quiere colocar en su justo lugar esta ingente producción, Cine fantástico y de terror español (T&B Editores), del que acaba de aparecer el primer volumen: De los orígenes a la Edad de Oro (1912-1983). El libro arranca en el período silente reseñando dos piezas breves de Segundo de Chomón y, tras el repaso de más de doscientas películas, se detiene en vísperas de la promulgación de la 'Ley Miró', la cual, como recuerda Higueras en la introducción: "Intentó promover y proteger un cine 'de calidad', lo que conllevó un drástico descenso de la producción del denostado cine de género". (El segundo volumen, que saldrá en unos pocos meses, empezará su andadura en 1984 y llegará hasta nuestros días). La cantidad de películas reunidas debería dar qué pensar a unos; la calidad media, en cambio, debería frenar a los otros. En estas siete décadas, además de muchos y muy grandes bodrios, se realizaron muchos y muy estimables títulos, desde La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville hasta Arrebato (1979) de Iván Zulueta, pasando por El cebo (1958) de Ladislao Vajda o El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice, cuya valía reconocen incluso los críticos más impermeables, si bien suelen justificarlos en su condición de rarezas.

No obstante, el cofre no sólo guarda perlas negras. Citaría, sin ánimo de exhaustividad, La residencia (1969) o ¿Quién puede matar a un niño? (1976) de Narciso Ibáñez Serrador, Las crueles (1969) y La novia ensangrentada (1972) de Vicente Aranda, Ceremonia sangrienta (1972) o No profanar el sueño de los muertos (1974) de Jorge Grau, Pánico en el Transiberiano (1972) o Una vela para el diablo (1973) de Eugenio Martín, El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea o La campana del infierno (1973) de Claudio Guerin Hill, ortodoxas las unas, heterodoxas las otras, interesantes todas, que nos permiten subrayar lo obvio: negar la existencia del cine fantástico y de terror hispano supondría arrancar de cuajo un capítulo no pequeño de nuestra Historia. Hablamos de un campo en donde se han cosechado algunos notables éxitos, como La residencia, beneficiosos para las siempre depauperadas arcas de nuestra industria. En su día, La residencia llevó casi tres millones de espectadores a las salas y, de paso, colocó una carga de dinamita en los cimientos de la moral franquista de similar alcance al de las obras políticas de Carlos Saura.

El cine fantástico y de terror basa su eficacia en un aparente estar contándonos otra cosa. Es oblicuo por naturaleza; gusta de recurrir al símbolo y la metáfora. Es agresivo y transgresivo por principio; gusta de cuestionar el statu quo. En estas ficciones, los finales felices suelen ser especialmente chirriantes, de ahí la predilección por los finales abiertos, ambiguos, o abiertamente trágicos, con el telón cayendo sobre un escenario devorado por las llamas. El cine fantástico y de terror es un cine necesario. La curiosidad o el miedo, las emociones dominantes, nos permiten indagar en el clima sociocultural de épocas pretéritas, tan distintas a la nuestra. (No tememos las mismas cosas que temían nuestros abuelos ni las que temerán nuestros nietos y una cosa está clara: el miedo nos seguirá allá donde vayamos, como una sombra, como la sombra que es). El miedo es un reflejo, un impulso, una emoción, también una forma de conocimiento. Y no lo digo yo, sino gente con más autoridad que yo. En ¿Es posible una cultura sin miedo? (Alianza), Francisco Mora escribe que "junto a la verdad, la felicidad, la belleza, la justicia, la libertad y la dignidad [el miedo] sigue siendo pieza central en el tablero cognitivo humano". En el primer volumen de Cine fantástico y de terror español, una completa panorámica sobre setenta años de nuestra Historia, resuenan ecos del ayer, voces, susurros, gritos desgarrados, que darán qué pensar al lector.

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