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Prodigiosa noche de calores y colores

LONDON SYMPHONY ORCHESTRA

Programa: 'Variaciones sobre un tema original, op. 36, 'Enigma', de Edward Elgar; 'Sinfonía Núm. 2 en mi menor, op. 27', de Serguéi Rachmáninov. Director: Sir Simon Rattle. Lugar y fecha: Palacio de Carlos V, 2 de julio 2016. Aforo: Lleno.

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Nos tiene que perdonar el lector que los críticos que hemos seguido durante décadas al Festival, acudamos a documentos, porque ellos son testigos insobornables de nuestras impresiones escritas al momento. Cuando he repasado la historia de la presencia de la London Symphony Orchestra en un certamen por donde han pasado las mejores agrupaciones y directores del momento -han faltado algunos y también lo hemos señalado-, me quedo con las más recientes. Entre ellas la actuación de la London Shymphony, dirigida por Sir Colin Davis, dando vida a Mi Vlast, en la que Smetana hacía un emocionante canto a su Patria, un 3 de julio de 2005 y que titulé "¡Qué magnífica orquesta para un gran señor!". Podía haber repetido el título, pese a las diferencias técnicas y de concepto que existen en el desaparecido sir Colin y las de otro sir, Simon Rattle, pero no porque haya diferencias entre la robustez y perfección del conjunto londinense que le permite dibujar y diferenciar personalidades e interpretaciones. Reapareció la orquesta británica en el 58 festival, bajo la dirección de Michael Wilson Thomas, con dos conciertos, en el que destacó el de despedida, el 29 de junio de 2009 con una deslumbrante interpretación de El pájaro de fuego.

Todo aficionado a la gran música conoce los pilares de esta orquesta: su cuerda prodigiosa, capaz de elevar a cimas sorprendentes y sobrecogedoras, todas las sutilidades y grandezas expresivas de cualquier partitura; la perfección de sus metales y maderas, la elocuencia precisa de su percusión. Por algo está considerada una de las grandes orquestas europeas. Y todo ese aparato milagroso de hacer música, volvió a vibrar en una de esas calurosas noches a que nos tiene acostumbrado las fechas veraniegas del Festival y que obligó a los músicos a despojarse de las chaquetas, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, para no verse atados al medio climático que entorpeciese su concentración. Con camisas y -eso sí- pajaritas en los caballeros, mientras las damas mantuvieron sus más livianos, pero elegantes atuendos. El único que pareció desafiar el calor era Sir Simon Rattte, de negro, con chaqueta abrochada hasta arriba.

Desafió al calor, sí, y mantuvo una tensión magistral desde el primer acorde de las Variaciones Enigma, del británico Edward Elgar, con su retablo de pinceladas orquestales que rubrican talantes y personajes amigos, pero que, sobre su estructura retratista, lo que se inserta es una riquísima paleta orquestal, en los diversos allegretos, moderatos, adagios, andantes para culminar con un finale grandilocuente.

Momentos vividos, retratos de personajes y circunstancias que son simples pretextos para trazar dibujos apasionados, íntimos, vibrantes, grandiosos, capaces de sacar el máximo partido a los resortes de una sinfónica de la calidad de la londinense. Claro que para conseguir un resultado pleno necesita que un director como Simon Rattle sea capaz de moldear, con mimo, con absoluta entrega y elocuencia, la obra que está cincelando, o mejor dicho, acariciando hasta lograr los perfiles y volúmenes más bellos o más intensos. Pero para moldear con sus manos y batuta algo tan complejo y diverso, necesita una orquesta que se deje acariciar de tal manera, y que responda a tantas sugerencias y órdenes, capaz de convertirse en obra definitivamente hermosa la que ha esculpido, a lo largo de los 30 minutos que dura el trabajo, el escultor del alma de una orquesta, Simon Rattle, parafraseando a Ganivet.

Los 56 minutos que dura la interpretación de la Segunda sinfonía de Rachmáninov dán idea del porqué se pensó en reducirla casi a la mitad, aunque acabara prevaleciendo la idea primitiva. Serguéi la escribió después de recuperarse de una grave depresión que le haría pensar, tras el fracaso de su Primera sinfonía -que dirigió un ebrio Glauzonov-, que no estaba preparado para asumir el mundo sinfónico, terreno en el que habían triunfado paisanos como Chaikovski. Prefirió dedicarse a la dirección del Teatro Imperial del Bolshoi, aunque una vez recuperada su autoestima, tras el triunfo de su segundo concierto para piano y orquesta, que dedicó a su médico en neurología e hipnosis, Nikolái Dahl, que le trató todo el año 1900, se retiró en Dresde, alejado de las tumultuosa vida política y social, previa a la Revolución, y decidió seguir su labor creadora. Así surgió su Segunda Sinfonía, una de las más largas del panorama de su tiempo, escrita entre 1906 y 1907. Sus cuatros movimientos, alternan la idea dramática y la serenidad, alternándose y superponiéndose, a veces de forma confusa y abigarrada. Necesita una lectura muy atenta para esclarecer, si me permiten la licencia, tanta confusión. Violonchelos y contrabajos exponen el tema principal, el scherzo vibrante , incluye una relación con el Dies Irae, expresado en los metales con tenebroso fervor. Los motivos de la obra se repiten -en el adagio, por ejemplo, uno de los momentos más bellos de la sinfonía-, se entrelazan y desarrollan, con solos de violines y viento. Hermosura plenamente conseguida por Rattle, para finalizar con la suma de elementos que caracteriza la tradición sinfónica rusa para conseguir un climax final lleno de energía, mezclas temáticas, instrumentales que, por su abigarrada concepción, exige una dirección atenta, meticulosa incluso, y una orquesta que dé respuesta justa a tantos y tan variados requerimientos.

Fue un broche de extraordinaria calidad. Director y Orquesta dieron una lección interpretativa de gran valor que cerró el ciclo sinfónico -a falta de la actuación de la OCG- que, a mi parecer, ha sido, como en otras ocasiones, lo más importante del Festival, visto desde la única consideración que puede vislumbrarse: desde la excepcionalidad y la exigencia.

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