Cultura

Dolor y fecundidad de la memoria

  • ¿Cómo fue el vínculo entre el arte y el poder en los años más negros de la España franquista, de 1939 a 1953? El Reina Sofía explora esta cuestión clave para entender nuestra actual cultura.

Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953. Museo Reina Sofía (Madrid). Hasta el 26 de septiembre.

Remover la memoria no es agradable. Quizá por eso, durante la transición democrática cometimos, entre otros, dos errores. Uno, considerarnos, de repente, modernos: las alabanzas venidas de fuera propiciaron que encerráramos en el olvido los arcaísmos de la dictadura en los que sin embargo habíamos crecido. El otro, derivado del anterior, fue pensar la democracia como recuperación de la escueta modernidad de la Segunda República. La dictadura era un mal sueño que había que poner entre paréntesis.

No faltaron en esos años quienes afirmaban que lo ocurrido durante la Guerra Civil y la posguerra tuvo mucho más peso en nuestra cultura y modo de vida que cuanto pasó en el período Segunda República/Guerra Civil. Así lo sugirieron sin ir más lejos los filmes de Martín Patino o la Crónica sentimental de España de Vázquez Montalbán. Pero ni ellos ni los numerosos estudios posteriores vencieron la desmemoria. Por eso esta exposición del Reina Sofía que aborda los años más negros, de 1939 a 1953, y señala qué relaciones hubo en ellos entre arte y poder, es de obligada visita, si se quiere encarar nuestra cultura más allá de estereotipos.

La muestra, comisariada por María Dolores Jiménez Blanco, es amplia y documentada. Exige tiempo. Por su extensión y por su contenido. No es grato entrar en aquella España de doble dimensión: exilio y represión frente a la retórica de los años triunfales. Las fotos de Robert Capa de quienes marchan a Francia y los dibujos en prisión de José Robledano y José Manaut son la cara oculta de la épica militar-católica de los cuadros de José María Sert y Pere Pruna, el documental Ya viene el cortejo de Carlos Arévalo, y los diseños de Vértice y Haz, análogos al de Signal, la revista de propaganda nazi.

Los vencedores imponen la idea de un arte español que une los valores católicos y la tradición, presente en el Museo del Prado. Zuloaga es su prototipo. El arte moderno no es español ni católico, y sólo se salva lo que se hace en Italia, país, a fin de cuentas, amigo. Lo demás no es sino producto de insidias judías, como ocurre con Picasso (dice González Ruano) o Chaplin, según Carlos Fernández Cuenca.

Pero junto a esto aparece el pragmatismo de Eugenio D'Ors, que desde la Academia Breve de Crítica de Arte promueve iniciativas modernas, el cultivo del legado surrealista (Caballero, Zabaleta) y el trabajo de arquitectos como Alejandro de la Sota o José Luis Fernández del Amo que en los programas de Zonas Devastadas o el Instituto Nacional de Colonización trabajan con ideas del movimiento moderno.

La muestra emplea un concepto de interés, resiliencia. Entre la resistencia, condenada a la represión, y la redención, incorporación arrepentida al régimen, puede darse una adaptación al medio adverso sin renunciar por ello a las propias convicciones. Quizá la favorezcan las voces críticas como la de Ridruejo, con ecos en la revista Escorial, que surgen ya durante la Segunda Guerra Mundial. Por eso no sorprende la ejecutoria de La Codorniz, nacida en 1941. Pero aquella sagacidad crítica cobra mayor vigencia al caer los fascismos y con ellos las expectativas de quienes aún soñaban con un Estado totalitario. Por eso la segunda mitad de los 40 abunda en propuestas: el postismo, con dosis surreales y dadaístas, los diversos primitivismos, cercanos a la abstracción (de Oteiza al grupo Pórtico) o el surrealismo de Dau al Set. Estas iniciativas conectan entre sí gracias a Juan Eduardo Cirlot, Mathias Goeritz o Ricardo Gullón, que propician los debates sobre arte abstracto en Altamira, en 1950. En 1951, el trabajo del arquitecto José Antonio Coderch y el crítico Santos Torroella, para el pabellón español en la Trienal de Milán, sorprende a propios y extraños. Todo ello provoca un cambio de agujas en el régimen respecto al arte moderno.

De la I Bienal Hispanoamericana de Arte (1951) al Congreso de Arte Abstracto (1953) se suceden los debates, a veces agrios, entre académicos y conservadores, que se sienten traicionados, y quienes apuestan por el arte abstracto, por ser moderno o como dicen otros, por su espiritualidad netamente española. Lo cierto es que a partir de ese año el franquismo, en espera de su legitimación por parte del Vaticano y de Estados Unidos, comienza a apropiarse del arte moderno. España sigue siendo tan triste y tan católica como lo mostraban diez años antes las fotos de Martín Santos Yubero, pero el franquismo limpia con el arte su fachada.

Ésta es, en apretado e insuficiente resumen, la muestra que completa un catálogo fundamental por sus documentos. Apenas cabe hacerle reparos, salvo la escasa presencia de pintores que influirían en las generaciones siguientes: Ortega Muñoz pasa desapercibido y Zabaleta y Palencia quedan demasiado reducidos al esquema discursivo de la exposición. Pese a ello, el panorama planteado supera, por su fecundidad, esta deficiencia.

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