cine 50 años del fallecimiento del actor tranquilo

Gary Cooper, el héroe perfecto

  • Con motivo del cincuenta aniversario de su muerte, el próximo 13 de mayo, se ha editado la semblanza del gran actor escrita por Jeffrey Meyers, considerada la biografía definitiva

En su autobiografía El nombre delante del título (T&B Editores), Frank Capra describía a Gary Cooper en estos términos: "Cada surco de su rostro gritaba honestidad. Tan innata era su integridad que podía interpretar papeles falsos, pero nunca parecía falso". El retrato fundía el personaje y la persona en una época en que Hollywood cosía el primero a la segunda como si de una segunda piel se tratara. En su biografía Gary Cooper, el héroe americano -también editada por T&B-, Jeffrey Meyers hace suya la empresa y recuerda: "En El secreto de vivir y Juan Nadie, Frank Capra explotó esa imagen de hombre honrado y torpe y ofreció a la nación norteamericana una vigorosa imagen de héroe ideal. El estilo interpretativo de Cooper era tan natural y eficaz que conseguía hacernos creer que él mismo era tan sencillo como ese hombre de la calle que vencía a las fuerzas del mal". La realidad era distinta, evidentemente, según leemos entre líneas en este exhaustivo repaso por la vida y la obra del actor.

Cooper llegó a Hollywood en 1924, tenía 23 años; como era buen jinete -montaba a caballo desde niño- empezó ganándose un dinerillo fácil haciendo bulto en westerns baratos: "cinco dólares al día cuando hacía de extra -puntualiza Meyers- y el doble de esa cantidad por ejercer las peligrosas funciones de un especialista". Su carrera fue meteórica. En apenas un lustro pasó de simple comparsa a protagonista. Y aquellos cinco dólares diarios se habían transformado en casi medio millón anual en 1939, una cifra que, en palabras de su biógrafo, "lo convertía en la persona mejor pagada de Estados Unidos". Luego, para avivar esa estampa bondadosa suya, los departamentos de publicidad alimentaron la leyenda de que Cooper había alcanzado el estrellato casi a regañadientes. Ni por asomo. Cuando todavía era un segundón, Cooper pagó de su propio bolsillo una pequeña filmación de veinte segundos y se hizo con los servicios de una agente artística para promocionarse en las altas esferas. En sus inicios, una de sus numerosas amantes, Clara Bow, le abrió las puertas -que él no dudó en franquear- de producciones protagonizadas por ella. Por ejemplo, Alas (1927) de William Wellman, que ganó el Oscar a la Mejor Película en la primera convocatoria de dichos premios; Cooper aparecía dos minutos escasos en pantalla, suficientes para que la industria, siempre avizora, se fijase en él.

En El virginiano (1929) ya encabezaba la cartelera y ofrecía un primer esbozo de su personaje característico: el hombre íntegro, un tanto solitario, poco hablador, firme ante el adversario y tímido con las mujeres, a quienes trata indefectiblemente como señoras, lo sean o no. Este héroe resuelto y candoroso se fue perfilando y enriqueciendo con matices nuevos en títulos sucesivos. En Marruecos (1930), Josef Von Sternberg potenció su lado más sensual para que estuviera a la altura de Marlene Dietrich, su partenaire también entre bastidores. En Adiós a las armas (1932), Franz Borzage lo rodeó de un intenso halo romántico al incorporar el soldado imaginado por Ernest Hemingway, quien por cierto haría muy buenas migas con el actor. En Una mujer para dos (1933), Ernst Lubitsch demostró que no desentonaba en la comedia sofisticada, mientras en Sueño de amor eterno (1935), Henry Hathaway hizo lo propio con el melodrama más desaforado.

Aunque la persona fuera distinta del personaje, ambos compartían algunas características; ninguno fue jamás un engreído. Cuando empezó a ganar dinero a espuertas, Cooper no se privó de mansiones suntuosas, coches morrocotudos, trajes carísimos y alguna extravagancia, pero nunca ejerció de divo. No exigía un tratamiento de favor -acaso porque este tratamiento nunca le faltara- ni tuvo más antojos que los justos. En este punto, el biógrafo se rinde ante el biografiado: "Sabía, como todas las estrellas, que su situación era precaria y que estaba sujeta a los dictados de la edad, de la salud, de la fortuna y de la moda, del propio estudio y de los gustos veleidosos del público. Cooper tenía un dicho, uno de los favoritos entre los acuñados por él, que hacía referencia a la inseguridad inherente a su oficio: No hay caballo que no se pueda montar, no hay jinete que no se pueda derribar". Que es, pues sí, toda una lección de pragmatismo.

Aunque fuera más versátil de cuanto decían sus detractores, y menos de cuanto sostiene Jeffrey Meyers, Gary Cooper arriesgó raramente como intérprete. Rechazó el papel principal de La diligencia (1939) por no rebajar su caché y quizás porque no acababa de entender qué pretendía John Ford en este western; ese mismo año, para colmo, declinó protagonizar Lo que el viento se llevó (1939) porque no se fiaba de la andadura comercial del film. Son traspiés en una carrera, de todos modos, abundante en aciertos. Cooper colaboró con prácticamente todos los cineastas que forjaron el Hollywood clásico. Antes de la II Guerra Mundial trabajó además con Frank Capra, King Vidor, William Wyler o Howard Hawks. Acabada la contienda lo hizo con quienes tomarían el relevo: Billy Wilder, Anthony Mann, Robert Aldrich, Delmer Daves, Fred Zinnemann, etc.

Gary Cooper fue una de las más perfectas personificaciones de cierto tipo de héroe idealista -e ideal, como advertía Meyers- muy del gusto USA, y Hollywood lo trató bien, francamente bien. Su primer Oscar, por El sargento York (1941), no se lo merecía en absoluto. Lo lógico es que se lo hubieran dado por Juan Nadie (1941), en donde asumía un papel más arriesgado, el de un Mesías hodierno; no obstante, la Academia optó por condecorar al patriota monolítico Alvin York en el momento en el que el país se estaba preparando para la guerra. Su segundo Oscar, por Sólo ante el peligro (1952), estuvo más justificado. Por una vez, Cooper se atrevía a meterse en los pantalones de un sheriff superado por las circunstancias que casi se larga del pueblo para no enfrentarse a los bandidos de turno. Nada que objetar al tercer Oscar, un reconocimiento a su carrera. Lo recibió pocas semanas antes de morir -el actor falleció 13 de mayo de 1961, ahora se cumplen cincuenta años-. En cierto sentido, el Oscar se daba una manera de interpretar que prefería pecar por defecto a hacerlo por exceso. Dentro de unos registros muy concretos, Gary Cooper fue un dechado de contención y eficacia. Que luego otros pretendieran fundir y confundir la persona con el personaje casi, casi debemos perdonárselo.

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