CRISIS y guerras tienen cierto parecido. En ambas, los responsables siguen oteando el futuro desde sus cómodos despachos mientras los ciudadanos se hunden hasta las rodillas en el fango de las trincheras. Parafraseando la sentencia con la que George Orwell resumió la Segunda Guerra Mundial también podemos decir que hoy, mientras escribo estas líneas, seres humanos sumamente civilizados deciden sobre el futuro de todos, condenando a muchos a la miseria; no sienten enemistad personal hacia los damnificados pero tampoco ocurre al contrario.

En esas condiciones la libertad no es más que un espectro. La crueldad de la crisis es proverbial como la de la guerra. Desecha al humanismo que hoy está arrumbado por la verborrea inútil de los turiferarios de una rara visión del mercado que olvida que la libertad y la dignidad del ser humano deben ser su único norte. La degradación moral que supone la masiva destrucción de empleo, sumada a los inexplicables recortes en los programas de protección social dibuja una realidad dantesca que parece invisible para nuestros dirigentes, aparentemente más interesados en ostentar el poder que en ejercerlo. La idea del estado como red de seguridad para el ciudadano se está haciendo añicos. Más por la supina ineficiencia de los gestores que por la ausencia real de fondos públicos que en demasiadas ocasiones se destinan a fines infinitamente más espurios.

Frente a la parálisis de quienes sólo vislumbran la realidad desde el asiento trasero del vehículo oficial, los que la palpan en las paradas del autobús han descubierto que la mayor amenaza que representa la crisis es la tragedia de no luchar para vencerla. Como la imaginación y la voluntad son más útiles que el conocimiento y los recursos, la auténtica solidaridad ha surgido de la sociedad civil. En cada pueblo y en cada barrio, parroquias, asociaciones, clubes, ONG y familias han debido sustituir a un estado cegado por la macroeconomía y esquivo con los ciudadanos. Si sólo Cáritas ha abierto los brazos a más de un millón de personas, debemos preguntarnos cuántos ciudadanos no tienen ya dónde acudir. ¿Cuántas vidas se han roto y cuántas se podrán reparar?

Esa legión de héroes anónimos que engrosa las filas de un voluntariado repartido por entidades de todo signo representa un rayo de esperanza frente a la mediocridad de un poder indeciso. Merece nuestro reconocimiento y nuestra ayuda porque ejemplifican la sociedad abierta a la que debemos aspirar, cuyos fundamentos son la libertad y los derechos humanos que hoy parecen obviados. Escribió Popper que esa sociedad nace de la responsabilidad personal y de la necesidad de responder moralmente por las decisiones propias. Honrémosles.

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