ME empieza a provocar hartazgo escuchar que necesitamos emprendedores. No hay un solo político que no haya proclamado que la economía española adolece de falta de tejido empresarial y que por tanto, es fundamental animar a los parados a que emprendan. Y lo dicen, con absoluto desparpajo, quienes llevan media vida saltando de una poltrona a otra. El argumento es ridículo y feble: si se crea un millón de empresas y cada una contrata cinco personas, se acaba el paro. Pues sí, y si a todos los españoles nos toca la lotería, este país sería una fiesta sin fin.

Lo más indignante no es que se anime a los parados a hacerse empresarios, sino la forma tan irresponsable en que se hace. Los escuchas y piensas que quien no se convierte en millonario es porque no quiere. Es fácil, se trata de emprender. Y conjugan el verbo en todos los tiempos, obviando la dificultad y el riesgo que conlleva hacerlo. Iniciar una nueva actividad en el mercado es difícil, muy difícil. No es, como están acostumbrados, montar una empresa pública con dinero de todos para llevar a cabo la peregrina idea del político de turno, aplaudida tan sólo por su camarilla de asesores. Es mucho más.

Crear una empresa requiere mucho trabajo. Hay que analizar el mercado, desarrollar un plan de negocio y obtener la financiación necesaria. ¿Cómo puede pedirse a alguien con familia e hipoteca que arriesgue lo poco que le queda y asuma el riesgo de fracasar? ¿Quién le va a financiar el proyecto en un mercado sin crédito? ¿Su familia? ¿Y dónde están los clientes en un mercado de demanda mortecina? Me provoca vértigo la desvergüenza de quienes, incapaces de dar soluciones o crear las condiciones para ello, pueden lanzar al abismo a quienes han perdido toda esperanza. Porque, si sale mal, ¿serán rescatados como las Cajas quebradas o quedarán al raso como tantas empresas condenadas a la quiebra por los impagos de las administraciones públicas?

La obligación de un gobierno es eliminar las trabas a la creación de riqueza. Para ello deberían centrarse en eliminar trámites administrativos, consolidar la unidad de mercado, obviando caprichos localistas o acabar con la competencia desleal de empresas públicas ruinosas, como las televisiones. Reducir el tamaño del estado y suprimir los gastos innecesarios sería también de gran ayuda. Y si no, ellos y sus asesores podrían dejar la administración y demostrarnos como se emprende.

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