La tribuna

Luis Chacón, experto financiero

Una sentencia clara para un mercado distinto

EN El Mercader de Venecia, Shakespeare recrea un juicio por impago; Antonio avaló a su amigo Bassanio y no puede afrontar el pago de esa deuda pendiente. Así que Shylock, el prestamista judío, exige la fianza: una libra de carne que el propio banquero podrá cortar del pecho de Antonio, lo más cerca del corazón, según reza el pagaré. Como la demanda se ajusta al pacto, el tribunal debe conceder a Shylock lo que pide. Pero cuando ya está el cuchillo afilado, la inteligente Porcia recuerda al judío que el contrato le concede una libra de carne, exactamente una libra y ni una gota de sangre. Así que si el fiel de la balanza se descompusiera aunque solo fuera con el peso de un cabello o una ínfima gota de sangre manchara la hoja del estilete que empuña, sus tierras y bienes serían confiscados pues así lo estipulan las leyes de Venecia.

Por razones similares, no creo que sorprendiera a nadie que el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) haya sentenciado que la legislación española sobre desahucios vulnera la normativa europea de protección al consumidor. El dictamen jurídico que la Abogada General del TJUE presentó el pasado noviembre era tan contundente que nadie albergaba dudas sobre el sentido de un fallo que deja muy claro como el procedimiento de ejecución hipotecaria beneficia al banco y hace casi imposible aplicar la protección que la UE otorga a los consumidores. En España, iniciada la ejecución, la entidad financiera desaloja al cliente y se adjudica el inmueble aunque el contrato contenga cláusulas abusivas que solo podrán reclamarse a posteriori. Para el TJUE la posible indemnización por daños y perjuicios resulta incompleta e insuficiente. Como en el desenlace shakesperiano, es de justicia que el banco se cobre la libra de carne, pero no que se haga con varias de ellas y además desangre al mercader.

Como la Directiva en cuestión no es nueva, data de 1993, parece claro que los distintos gobiernos han obviado conscientemente su aplicación. Tanto la Ley de Crédito al consumo de 1995 como la que la sustituyó en 2011 excluían expresamente el préstamo hipotecario. De ese modo, a los intereses de demora no les era aplicable el límite máximo de 2,5 veces el interés legal del dinero establecido para los descubiertos en cuenta. La razón parece clara: nuestros legisladores entienden que la adquisición de una vivienda mediante hipoteca es una operación propia de un inversor y no de un consumidor. Dicha idea, aunque muy enraizada entre los españoles no encaja con el concepto financiero de inversión ya que lo que la mayoría de los ciudadanos adquiere con la hipoteca es su residencia habitual y no un bien para rentabilizar mediante venta o alquiler.

 

Si la ley protege al consumidor es porque este no tiene capacidad real de negociación frente a la otra parte, en este caso un banco, que le acaba imponiendo la mayoría de las cláusulas en los contratos de adhesión. De hecho, el debate social sobre la dación en pago que aquí no se solventa, no es tal. La dación es posible legalmente pero como la banca no la contempla se convierte en una solución jurídica que el prestamista aplica ad libitum.

 

La importancia de la sentencia reside en que obliga a cambiar la legislación hipotecaria protegiendo al deudor además de evitar que los impagos devenguen, como hasta ahora, cantidades excesivas e indecentes de intereses que hacen inviable cualquier solución al conflicto. Baste como ejemplo el Decreto de noviembre que supuestamente paralizaba los desahucios en determinados casos. La suspensión no evita el devengo de intereses de demora que a un 20% anual suponen que el deudor acumule un 40% más de deuda durante los dos años de paralización.

 

Las modificaciones legislativas que deben afrontarse son una oportunidad para cambiar de modo sustancial nuestra visión del mercado de la vivienda que no puede seguir siendo, por ejemplo, responsable de la financiación municipal a través de licencias, cesiones, IBI y demás figuras impositivas o convenios urbanísticos que avivan la especulación. La obsesión social por ser propietario inmoviliza recursos ingentes que podrían destinarse a la financiación de tejido productivo; nos obliga a adquirir una vivienda sin posibilidad de irla adaptando a nuestras sucesivas necesidades familiares y hacerlo al inicio de nuestra vida laboral cercena la movilidad geográfica de los trabajadores. Bien es cierto que en España este cambio requiere también la aparición de un mercado eficiente del alquiler que sustituya al actual, absolutamente atomizado e ineficiente pero no podemos negar que la reforma en profundidad del mercado de la vivienda es una oportunidad de futuro que no debemos dejar pasar volviendo a caer en los mismos errores de otras muchas ocasiones, ladrillo, expansión, burbuja y crisis.

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