La tribuna

luis Chacón

Crecimiento y deuda

NO parece lógico que los países de la UE sigan endeudándose, dada la estricta política de austeridad aplicada por casi todos sus gobiernos. Pero los datos son claros: este año alcanzaremos los 9,6 billones de euros, el 56% del PIB de la UE. Además, la deuda pública de los países más ricos alcanza ya cotas similares a las existentes tras la II Guerra Mundial. Pero entonces, el enorme gasto militar había exigido un ingente esfuerzo económico que disparó la deuda de los contendientes. En los últimos veinte años se ha duplicado la deuda pública de las economías avanzadas y ha sido el sobreendeudamiento lo que ha obligado a solicitar los temidos rescates.

La deuda excesiva siempre lastra el desarrollo, aunque países muy endeudados han sido capaces de mantener tasas sostenidas de crecimiento. Pero, sea pública o privada, el problema real de la deuda no está en el importe sino en las condiciones de devolución. Por eso resulta incomprensible que tras rescatar un país por su incapacidad de pago se le obligue a endeudarse en mayor cantidad, a más interés y a menos plazo, abandonándolo en un laberinto del que parece imposible escapar.

La capacidad de pago es el indicador determinante de la deuda y la de un Estado nace de la combinación de tres factores; gasto, base fiscal imponible y recaudación. Los gastos estatales son elevados por la ineficiencia y el peso excesivo de estructuras anquilosadas e inadaptadas a las nuevas realidades nacidas de la tecnificación y de la globalización del mercado. Las administraciones paralelas, constituidas por infinidad de agencias, empresas y organismos varios como las inútiles televisiones públicas, suponen un capítulo de gasto cuya supresión no afectaría en nada al bienestar ciudadano ya que sus funciones las cubre a la perfección la iniciativa privada. A cambio, el Estado de bienestar, uno de los mayores logros de los países desarrollados, se ha convertido en el chivo expiatorio de esta crisis y está siendo cercenado de modo inconcebible.

Pero el ahorro por ambos conceptos es limitado. El gasto discrecional es un pequeño porcentaje del total aunque su percepción social sea escandalosa y el Estado de bienestar es irrenunciable para los ciudadanos de los países desarrollados. Así, la alternativa más razonable para reducir el déficit y la deuda sólo puede ser la de incrementar la base imponible. Lo insensato es pretender que la austeridad nos llevará a crecer, ya que el déficit no debe ser el objetivo sino la consecuencia de una economía saneada.

Cualquier prestamista sensato pretende recuperar su inversión; por ello, la gestión de la deuda pública debe buscar el incremento de la capacidad de generación de fondos. Y ahí, mirando atrás, encontramos una situación similar que fue resuelta ventajosamente para todos. Tras asolar medio mundo en la II Guerra Mundial, Alemania quedó destrozada y con una elevadísima deuda imposible de devolver. Para buscar soluciones a la insolvencia alemana se celebró una conferencia en Londres entre febrero y agosto de 1952 con la idea de renegociar todas las deudas anteriores y posteriores a la guerra, fueran con gobiernos, bancos o inversores privados.

De inicio, se condonaron los intereses acumulados desde las suspensiones de pagos decretadas por el gobierno nazi en 1934 y 1939. Más adelante se aceptó una quita del 50% de la deuda y se otorgó una carencia de capital de cinco años en los que sólo se abonarían intereses, a la vez que se dilataba el plazo de devolución hasta un período de otros veinte. Pero lo más importante no fue la suavización de las generosas condiciones de pago que permitieron a la RFA devolver la deuda no condonada antes de su vencimiento.

Los acreedores, conscientes de que para pagar, Alemania debía generar ingresos, impulsaron políticas de liberalización comercial que iban a ayudar a que la RFA de la posguerra se convirtiera en la gran economía exportadora que aún es. Dado que pocos años antes las hordas nazis habían arrasado Europa, la generosidad de los vencedores quedó patente. Pero además, la medida fue muy inteligente. Si las reparaciones del Tratado de Versalles alimentaron la aparición del totalitarismo hitleriano, el Acuerdo de Londres ganó a Alemania para la democracia y convirtió su destruida economía en un actor más del desarrollo de la posguerra. Se ajustaron los pagos a las posibilidades financieras del país, que creció, devolvió su deuda y contribuyó al comercio mundial y a la riqueza de sus vecinos. Por tanto, debemos concluir que el Acuerdo de Londres fue fundamental para la reconstrucción de Alemania.

La pregunta que podemos hacernos hoy es sencilla. ¿Por qué Alemania no replica aquel Acuerdo respecto a Grecia, Portugal, Irlanda o Chipre? ¿Por qué no se aplican decisiones similares para el sur de Europa y en cambio se insiste en una política gráficamente definida como austericidio? Esta vez, la respuesta, ni está en Londres, ni flota en el viento. Sólo parece depender de Berlín.

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