La tribuna

miryam Rodríguez-izquierdo

Europa y la ciudadanía

EN los albores de la construcción europea, Robert Schuman dio un célebre discurso que quedó registrado en los anales de la integración y que se conoce como la Declaración Schuman. Releído hoy, en pleno siglo XXI, ese texto de 1950 parece más una visión profética que un programa político. Quizás fuera ambas cosas. Schuman, a quien se le conoce como uno de los padres fundadores del conglomerado institucional y jurídico que fueron las comunidades y ahora es la Unión, auguró que Europa no se haría ni de un golpe, ni en una obra de conjunto, sino que el continente, devastado tras las dos grandes guerras, resurgiría a través de realizaciones concretas, empezando por crear una solidaridad de hecho. El fin último de la integración no estaba definido. Se trataba de un proyecto impulsado por políticas de mercado, con un alto grado de apertura y basado en objetivos a medio plazo.

Paso a paso, primero con la consolidación del mercado común, después con la unión monetaria, luego con la ampliación de competencias para la cooperación política, constantemente con las adhesiones de hasta veintiocho estados miembros, y siempre con tantos avances como retrocesos, el proyecto de la integración europea ha dado lugar a algo bastante menos romántico que una solidaridad de hecho. La Unión es más bien un gran aparato de ejercicio de poder público de dimensión supranacional que invade la vida cotidiana de los ciudadanos. Uno sólo tiene que mirar las etiquetas de los yogures, sacar del bolsillo una moneda de un euro o comprobar las referencias a la protección de datos cada vez que compra en internet. Hace poco la prensa informaba de que el céntimo sanitario, ese que se pagaba al echar gasolina, tenía que ser devuelto porque lo había dicho el Tribunal de Luxemburgo. El Derecho de la Unión invade la rutina de los ciudadanos europeos.

Sin embargo, esos ciudadanos europeos, invadidos en su cotidianeidad, no tienen ninguna presencia en la historia de la integración. No se les reconoce, no se les ve en público. La ciudadanía europea es invisible, como las ciudades de Italo Calvino, pero no por una razón poética, sino política. El liderazgo de la Unión, lo que se ve de su actividad y trasciende a los medios, está en manos del Consejo Europeo, es decir, de los jefes de Estado y de Gobierno. Pero hay un Parlamento Europeo y a los ciudadanos tampoco se les reconoce por allí. ¿A qué se debe esto? Desde finales de los años setenta las elecciones al Parlamento Europeo se repiten cada cinco años con resultados siempre frustrantes en cuanto a la participación.

En cada convocatoria, el reto de esos comicios es lograr algo inédito: la imprescindible conexión entre ciudadanía europea y representación. El Parlamento es la única institución de la Unión que se elige por sufragio universal. Eso, en un contexto en el que la democracia tiene que ser la base de cualquier ejercicio de gobierno, no es una cuestión menor. Tampoco es menor el papel de la institución parlamentaria dentro del sistema de la Unión. Si bien la Asamblea, como se denominó en su origen, partía de unas competencias casi decorativas en los Tratados fundacionales, a partir de las primeras elecciones europeas en 1979 el ya Parlamento fue ganando protagonismo. Su ámbito de actuación se fue ampliando con cada nuevo Tratado, desde el Acta Única hasta Lisboa, y en la actualidad es colegislador de la Unión, en paridad con el Consejo. Y, ya se ha dicho: el Parlamento Europeo es el que tiene la misión institucional de incluir a los ciudadanos, desde dentro, en la construcción de la Unión.

En una coyuntura en la que hablar de solidaridad es difícil, con una Unión Europea continuamente cuestionada a causa de la crisis económica y de las duras políticas de ajuste, la continuidad del proyecto de integración exige que la ciudadanía europea se haga visible. Europa no se podía hacer de un golpe. Pero, tras muchos golpecitos, y en el punto en el que está, tampoco puede hacerse sin ciudadanos. Esto se demostró hace una década, cuando sendos referendos, en Francia y en Holanda, dieron al traste con el Tratado que iba a establecer una Constitución para Europa. La reiterada intención, o amenaza, de someter a consulta popular la permanencia del Reino Unido en la Unión es otro botón de muestra. Esas apelaciones a la voluntad popular revelan que la solidaridad de hecho no se alcanzará sin una convicción ciudadana sobre la necesidad de la integración. Los gobiernos estatales lo saben. Las formaciones políticas que concurren a las elecciones al Parlamento lo saben también. Como hubiera dicho Robert Schuman, hablar de las elecciones europeas no es cuestión de vanas palabras. Y sería deseable que la ciudadanía europea se desprendiera, por fin, de su capa de invisibilidad.

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