Cuchillo sin filo

francisco Correal

Rocieros

EN un encuentro con periodistas, a Rocío Jurado le hizo mucha ilusión que yo le hiciera entrega de dos novelas. Los tornadizos, de mi buen amigo Antonio Cascales, y Nubosidad variable, de la recordada Carmen Martín Gaite, tienen en común que en ambos libros hay sendas referencias a la cantante de Chipiona. Si Rocío viviera y se repitiera el encuentro, le tendría que regalar un remedo entre sainete y tragedia griega, el híbrido cóctel en el que se ha convertido la vida de buena parte de su atribulada parentela.

Rocío Jurado es una de las artistas más grandes que ha dado este país. Sería una petulancia ponerme a enumerar sus méritos. Fue icono de la Exposición Universal del 92, donde quedó el doble legado del auditorio construido por el arquitecto Eleuterio Población que lleva su nombre y su participación en el espectáculo Azabache, la piedra roseta del certamen, una joya de bisutería que dirigió Gerardo Vera y en la que la acompañaban en el cartel Imperio Argentina, Juanita Reina, Nati Mistral y María Vidal.

Murió el primer día de junio de 2006, sin darle tiempo a cumplir los sesenta años. A aquellas novelas que le regalé las sobrepasó la apisonadora mediática de prensa rosa y lapislázuli. Su ausencia al menos la libra del penoso espectáculo de ver a su marido en la cárcel, a su hijo en un centro de rehabilitación, a su hermano haciendo el indio en una isla de pitiminí y a su cuñada consagrada como académica numeraria de las lenguas de vecindona. Una tragedia griega con tintes quinterianos protagonizada por los habitantes de una burbuja mediática que han administrado pésimamente el legado artístico y moral de una mujer generosa. Que sólo deben su notoriedad, para bien o para mal, a las excrecencias de la fama mal entendida. No hay por qué refutar los amores inducidos por la fama, llámense Humphrey Bogart y Lauren Bacall, Rosellini e Ingrid Bergman, Penélope y Bardem o David y Victoria Beckham. Me acojo para citarlos a la sutileza de un político que distinguía entre vida privada y vida íntima, coto vedado este último para las fauces de la curiosidad.

Primero se casó con un boxeador, después con un torero, oficios de alto riesgo. Está claro que los golpes de la vida, como escribía Cernuda en el prólogo de Cosecha roja, son más letales que los del ring. Y más puntiagudos que la cornamenta de un miura.

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