Ala fiesta de la Virgen aún la llaman los italianos el ferragosto. Y como aquí, un éxodo de urbanitas de proporciones bíblicas muta las ciudades en desiertos de asfalto. El nombre proviene de los Feriae Augusti instituidos por el emperador Augusto con idea de glorificarse, aprovechando que en esas fechas y desde tiempo inmemorial, los romanos celebraban el fin de las labores agrícolas y del verano. Del mismo modo, la Iglesia cristianizó el ferragosto haciéndolo coincidir con la Asunción. Ya se sabe que la mejor manera de ganar adeptos es acomodar las nuevas formas a las viejas costumbres. Así nadie pierde y en el fondo, nada cambia. El pueblo continuó festejando y disfrutando, aunque el motivo de la celebración fuera diferente.

Y en esta España desierta de un ferragosto cualquiera volvemos a asistir a otro aparente cambio revolucionario. Una vez más, en verso robado a las musas por Garcilaso, todo lo mudará la edad ligera por no hacer mudanza en su costumbre. Y así, la escalinata del palacio de Marivent, para satisfacción de las fuerzas vivas mallorquinas y de la prensa rosa, ha renovado protagonistas. Y nada más. La cena de gala ahora es un cóctel a imagen de la copa de bienvenida de las bodas de clase media. Hay más invitados pero cenan peor. Y la foto de este verano es distinta porque deja de ser multitudinaria. Han salido los extras molestos y se ha realizado a bombo y platillo la presentación de las dos nuevas estrellas infantiles. Pero aunque el grueso de la figuración postinera queda fuera de plano, preocupa que siga en palacio. O sea, que pasamos de la fiesta campesina a las vacaciones imperiales de Augusto. La gente se divierte igual; cambia el motivo pero se repite el jolgorio de siempre.

En esta vida nada es gratis y todo privilegio conlleva una carga. A partir de ahí, es la racionalidad quien aconseja aceptar el primero si los beneficios superan con creces a los costes. Pero a la larga, no es posible mantener una situación en la que ambos platillos no equilibren el fiel de la balanza. Tras el paro, lo que más preocupa a los españoles es la corrupción. Si el nuevo rey quiere apartarse del pasado inmediato debería hacer ante los ciudadanos un gesto claro y contundente acorde con el futuro que la sociedad española anhela. No se trata de revivir la campana de Huesca, bastaría con que no tuviéramos esta clara, extraña y agalbanada sensación de ferragosto.

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