HAY una incapacidad contemporánea para asumir no ya el efecto de una catástrofe de este tipo sino el simple hecho de que acontezca. No le resulta cómodo al inquilino occidental del hipertecnologizado siglo XXI reconocerse en un rol de víctima potencial de azares terribles, inesperados y acaso indescifrables que pueden producirse en cualquier momento y en cualquier espacio: atenta contra su red de certezas y seguridades, contra su fe en los razonables parámetros de confort y tranquilidad de un mundo hecho a la medida de sus necesidades expansivas, contra una lógica, un pensamiento, un orden mental que en ningún modo dan cabida a la remota y truculenta cláusula de que un avión alemán se estrelle en los Alpes yendo de Barcelona a Düsseldorf. Que eso ocurra resulta inconcebible para quien considera que podría ir en ese avión porque a lo largo de su vida ha hecho vuelos similares y pretende seguir haciéndolos. No hay ni habrá mecanismos de gestión para digerir como espectador el resultado de muertos y familias rotas de un suceso semejante, pero el dolor luctuoso es sólo una parte de un inesperado desconcierto al que se suma ásperamente la inquietud por el evento en sí, por su cercanía, por su imprevisibilidad, porque araña cierta conciencia de inmunidad del ciudadano viajero y transfronterizo en la Europa actual, porque destapa caprichosamente, con gratuidad y alevosía, una fragilidad incalculable y global. Tenemos hecho el cuerpo a que de vez en cuando el salvajismo medieval islámico nos provoque un sobresalto, y cada cierto tiempo nos sobrecoge un fenómeno natural destructivo que suele tener su foco bastante lejos de aquí, pero el modelo de accidente que representa el del avión de Germanwings, por más que se subraye su condición excepcional, provoca una congoja adicional, un turbador desasosiego al destapar la evidencia de una vulnerabilidad que nos incumbe. Frente a una vida cotidiana llena de dudas, de dificultades, de trampas, de tropiezos, sentimos cierto consuelo al percibir por encima un sistema (que nos ampara y nos alivia y nos libera de miedos y tensiones) de seguridades, de derechos adquiridos, de comodidades irrenunciables, de garantías, de buen funcionamiento de las cosas que no pueden funcionar mal en el rincón en muchos sentidos más civilizado y evolucionado del planeta. Pero llega un accidente y una férrea cuña de sospecha y de temor oscurece nuestra percepción de ese sistema que parecía blindado contra determinados peligros, quizá sólo hasta que el tiempo haga su función reparadora, su labor de cura y olvido, y cuando estemos más confiados llegará otro zarpazo, otro azar repentino y letal que quizá no esquivemos, puede ser hoy, mañana, nunca, pero hay que vivir, amigo mío, antes que nada hay que vivir, que cantaba Joan Baptista Humet.

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