La tribuna

alberto Anguita Susi

Érase una vez una democracia...

SIN ánimo de parecer reduccionista, ni mucho menos pesimista, lo cierto es que las campañas electorales, protagonizadas por los distintos actores políticos, no dejan de ser una pantomima cuyo fin es aparentar que estamos ante una verdadera democracia.

Es cierto que el pueblo decide cada cuatro años la composición de las cámaras legislativas, pero ahí se queda su soberanía. Bien entendida, la democracia no es un sistema esporádico y resultadista, sino un circuito constante de legitimación del poder, que exige de los gobernantes decisiones globales que satisfagan a la ciudadanía y de ésta que participe más activamente en los asuntos públicos que les afectan.

En palabras de Aristóteles, la democracia es la menos mala de las formas políticas conocidas. Y tiene razón. Porque si atendemos al funcionamiento actual no vemos atisbo de lo que fue, o puede llegar a ser. Resulta penoso ver cómo los partidos, sus cúpulas, buscan a toda costa alcanzar el poder, no para representar a los ciudadanos sino para satisfacer sus intereses y el ánimo de notoriedad mediática que persiguen sus secuaces.

No puede ser que la pirámide se invierta y gobiernen quienes muchas veces ni tan siquiera tienen la mínima preparación académica, además de otras aptitudes, y lo que es peor, el sentido de la responsabilidad y las altas miras que la labor política debe entrañar. La dedocracia ha convertido a la clase política en una casta a la que pertenecen, o pretenden acceder, algunos personajes hastiados que buscan hacer de la política un oficio, no un servicio. Una vez que forman parte del clan, sus miembros ocupan con una inusitada movilidad los más variopintos puestos, sin que los méritos o la capacidad cuenten al respecto.

Estas patologías tienen su reflejo en el funcionamiento de las instituciones, siendo llamativo cómo la división de poderes o los derechos de los ciudadanos son ninguneados. Sirvan algunos ejemplos. Los jueces que investigan asuntos relacionados con cuestiones políticas son trasladados de sus puestos o presionados institucionalmente: es decir, se hacen incómodos cuando cumplen con el recto ejercicio de sus funciones, lo que genera una sensación de impunidad e inseguridad jurídica. El Parlamento se ha convertido en un teatro donde los actores políticos llevan sus pobres propuestas y redactan sus leyes de la manera más ramplona conocida; una institución incapaz de exigir responsabilidades políticas al Gobierno, dado que la mayoría parlamentaria lo apoya, pese a que no faltan casi a diario motivos para ello.

Por no hablar de la degradación que ha sufrido el Estado social y democrático de Derecho. Un Estado social que ve como se vulnera constantemente, en nombre de los recortes presupuestarios, el principio de intangibilidad de las conquistas sociales, y como el acceso a los servicios públicos es cada vez más restringido y precario. Un Estado de Derecho en el que el Gobierno es quien legisla e impulsa las normas, quien a través de decretos-leyes casi sustituye al Parlamento, en quien reside dicha potestad -¿y la soberanía?-. Un Estado democrático donde la ciudadanía, embaucada por los medios de comunicación, acude en masa a votar sin saber muy bien a quién vota y qué programa es más conveniente; todo ello bajo una fórmula electoral que favorece el bipartidismo y que no es proporcional.

Ante este panorama no parece que la convocatoria de unas elecciones pueda ser considerada la fiesta de la democracia. Más bien ha llegado el momento de replantearse la estructura misma del sistema y si la democracia representativa debe seguir siendo el modelo. Quizás convendría aprovechar la sinergia de un nuevo pacto constituyente para reflexionar en torno a quién y cómo nos representan. Lo que no tiene sentido es que sigamos legitimando a través de las urnas los intereses de la clase política.

Para empezar algunas decisiones deberían ser tomadas por técnicos en la materia, teniendo en cuenta la opinión de los intelectuales y estadistas -que por cierto siguen muy callados-, lo que garantizaría una mayor objetividad y rigor en las decisiones; a cambio, eso sí, de menores cotas de legitimidad democrática. En tiempos de crisis puede resultar seductor, e incluso oportunista, apelar a este planteamiento cuando las fórmulas políticas tradicionales son incapaces de ofrecer soluciones. Pero el objetivo no es sustituir el sistema democrático sino plantear alternativas buscando, a ser posible, el acople entre la democracia y la tecnocracia.

De lo contrario seguiremos embarcados en un viaje a la deriva, y lo que es peor aún, seguiremos creyendo, nos harán creer, que nos encontramos ante una verdadera democracia.

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