Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

Ratas Schengen

DICEN que dijo Estrabón que una ardilla podía cruzar Iberia desde los Pirineos a Gibraltar sin poner sus patas en tierra. Con ese tic tan vasallo que nos ataca a los plebeyos ante el oropel de la nobleza, suele comentarse con asombro que la duquesa de Alba podía también atravesar España sin salir de su propiedad. La modernidad europea -que por cierto, tantas subvenciones trajo a la propia duquesa- transformó nuestra estructura radial de carreteras de tal forma que los últimos Pegaso ya pudieron recorrer el país de norte a sur sin salir de las autovías. Abriendo el foco, el Acuerdo de Schengen nos permitió cruzar el continente a nuestro antojo sin identificarnos en Portbou, Ventimiglia, Rosal de la Frontera o Estrasburgo, y tan sólo un bip en el móvil nos recordaba que entrábamos en un nuevo país. Hasta acostumbrarnos, durante un tiempo sentimos un cierto orgullo -algo acomplejadillo- al pasar por la puerta Ciudadanos UE sin enseñar el pasaporte al transitar aeropuertos comunitarios, mientras que los mismísimos estadounidenses hacían -y hacen- cola mientras nosotros arrastramos nuestros trolleys sin demora, tan ricamente. Ryanair y otras low cost convirtieron esta comodidad transeúnte en algo normal, y que de nuevo volvieran a funcionar las fronteras como antes sería no sólo una gran incomodidad, sino un importante hándicap para el comercio en el continente.

Algo que podría pasar -está encima de la mesa del permanente quid pro quo entre los estados miembros- desde que el terrorismo islámico asestó en París el último golpe de la Guerra Santa versión siglo XXI. Porque como la ardilla del geógrafo griego cruzaba toda la península de rama en rama, hoy ratas rabiosas vestidas de explosivos también atraviesan fronteras a su macabro antojo, y desean hacerse estallar en cualquier tren intercomunitario o descerrajar sus kalashnikov en un aeropuerto lleno de viajeros. De hecho, los controles en las fronteras son cada vez menos selectivos y más frecuentes. La incalificable actitud negligente que Le Monde atribuía esta semana a la Policía belga, que hacía la vista gorda en los barrios donde la patología religiosa y el odio ancestral planeaban masacres a sus anchas en la conurbación de Bruselas, ha provocado que Francia pare a todos los Peugeot viejos que quieren entrar desde Bélgica, y a muchos otros que antes hubieran pasado sin parar (incluidos inmigrantes árabes inocentes). No es sino otra muestra de cómo las ratas consiguen poco a poco que cambiemos libertad y comodidad por seguridad y miedo.

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