La tribuna

Miryam Rodríguez-izquierdo Serramo

El mosaico roto de la Unión

NO por más avisada, ha sido menos inesperada. La decisión mayoritaria del pueblo británico de dejar la Unión Europea se impone tras un referéndum de resultado ajustado y en medio de una batalla política interna cuya dramática escenificación ya se ha cobrado una vida, la de Jo Cox, y un primer ministro, David Cameron. El Brexit arroja al Reino Unido al mar de las incertidumbres, al que no parece temer, y deja un horizonte tormentoso para el resto de los pueblos de Europa que, en su optimismo, creían que este modelo de convivencia basado en el mercado había sellado alianzas eternas. En los últimos meses se han recordado hasta la saciedad la tibieza y las reservas del Reino Unido como socio europeo, sugiriendo que prácticamente era lo mismo que estuviera dentro que fuera. Pero su abandono rompe una Unión que empezó con seis, fue creciendo hasta veintiocho y hoy ha comenzado a decrecer.

El Reino Unido termina su relación con la Unión como la inició. Se resistió a la integración durante casi dos décadas. Consideraba a las Comunidades Europeas de los sesenta como un club de perdedores, salvados de exterminarse entre ellos gracias a la firme y heroica intervención británica en la Segunda Guerra Mundial, y cuyas economías y relaciones exteriores nunca podrían hacer sombra a su imperio. Y es que, a aquellas alturas del siglo XX, algunos británicos todavía veían a la Commonwealth como imperio. Puede que aún unos cuantos la sigan viendo así.

La adhesión final del país al proyecto comunitario en los setenta fue vista por muchos ciudadanos británicos como una renuncia, incluso una vergüenza, mientras que para otros fue una cuestión estratégica, muy propia del sentido práctico anglosajón, visto que el mercado común funcionaba. Eso sí: siempre fue una incorporación provisional. Una vez superado el bloqueo del general De Gaulle, quien objetó mientras pudo la entrada británica en las Comunidades, el Gobierno conservador de Edward Heath consiguió llevarla a cabo en 1973. Dos años después, un nuevo primer ministro, el laborista Harold Wilson, ya efectuó la primera consulta a la ciudadanía sobre si seguir en las Comunidades o no. Dijeron sí. Y siguieron. Pero siempre fue una permanencia condicionada. La posición del Reino Unido se mantuvo a base de excepciones, de regímenes especiales frente a políticas delicadas, como la política social, de protocolos específicos con condiciones singulares y mecanismos particulares para la aplicación de partes de los Tratados. Hasta en la mismísima Carta de Derechos Fundamentales encontraban inconvenientes los británicos.

Mientras tanto, y con el Reino Unido como pieza vistosa de un mosaico fastuoso, el proyecto de integración fue haciéndose más ambicioso y sumando miembros. Un ingente desarrollo de reglamentaciones europeas fue abarcando cada vez más ámbitos de la vida socioeconómica. Una hermenéutica jurídica unificadora, respaldada por el Tribunal de Justicia, fue dando un carácter federal imprevisto a los mecanismos de aplicación de las normas supranacionales, reduciendo cada vez más los ámbitos de actuación autónomos de los Estados miembros. Las sucesivas ampliaciones fueron aminorando el margen de negociación y veto del Reino Unido. Pero la capacidad de oposición disminuida no sólo fue la suya. Todos los poderosos fueron perdiendo posiciones y eso llevó a la consolidación de un bloque continental, con Francia y Alemania al frente, volcado en el euro. Por fin, la crisis financiera acentuó las dificultades para profundizar en la integración y, como exponía el jurista Jean-Claude Piris en un trabajo de 2012, se empezaron a proponer mecanismos de cooperación diferenciada en los que no había lugar para el Reino Unido. Recordaron entonces los británicos lo que nunca habían olvidado: que no sabían si querían estar allí. Los conflictos políticos internos, las guerrillas del Partido Conservador, el rechazo a la inmigración de los países del Este de Europa, la confianza en la propia solvencia financiera y, puede ser, la incomprensión del acuerdo de permanencia logrado por Cameron, que en la práctica dejaba al país británico a su aire dentro de la Unión, han hecho el resto.

Lo que ocurrirá a partir de ahora es difícil predecirlo. Pero si el Reino Unido era una de sus piezas más pintorescas, ese mosaico postmoderno que era la Unión se ha roto y roto, si logra hacerlo, pasará a la posteridad. Estremece la metáfora si se piensa que muy cerca de aquí, en Itálica, sí que se conservan, y muchos completos, unos preciosos mosaicos, testimonios del mayor esplendor del hace tanto tiempo caído Imperio Romano.

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