La tribuna

manuel Bustos Rodríguez

Al hilo del verano

EL verano hace transcurrir el tiempo más lentamente. O al menos tal es la sensación que tenemos. Las gentes parecen abandonar temporalmente sus afanes y rutinas cotidianas. Es como si las cosas perdieran de repente su tono de inquietud, de preocupación e incluso de agobio. Como si la vida, subyacente a los acontecimientos, semejante a las aguas profundas, aflorase de repente serena, impermeable a los cambios, siempre epidérmicos. Pero se trata de un sentimiento temporal fijado al calor, al alargamiento del día, a la reducción de la actividad en vacaciones.

En el descanso, ese sumergirse en el tiempo denso y perenne, nada parece hacernos daño; aquello que tantas veces nos desveló se aviene ahora bastante bien con el sueño. La vida profunda, el discurrir del tiempo, terminará por reabsorber hasta el olvido, acontecimientos, cambios y situaciones que creímos definitivos o insuperables, capaces de conducirnos hacia un futuro oscuro y poco prometedor.

Por eso, hoy que las noticias fluyen sin cesar, contradictorias, fugaces, sin espacio para la asimilación, nos hemos vuelto todos o casi todos un poco más escépticos, confusos y relativistas. Ocurre no sólo con las personas, sino también con los pueblos, las sociedades humanas.

Y es que, a la postre, todo parece seguir un curso prefijado; la propia inercia lo sostiene o, mejor, la inercia de quienes, día a día, hacen lo que vienen haciendo desde siempre, hasta el momento de su pase a la reserva para ser sustituidos por otros. Porque, eso sí, nadie somos imprescindibles. Y, como en un espejismo, pensamos erradamente que nuestros pequeños actos, nuestras preocupaciones, apenas tienen valor. Así, como si de una rueda se tratase, nos parece que pasamos una y otra vez por el mismo sitio. O que las cosas, dejadas a sí mismas, terminan enderezándose.

Por tanto, que no sólo la política, sino también la moral o las costumbres, lo aguanta todo, y hasta lo que en un principio se juzgó despreciable o errado no merecía la pena combatirlo. Hay la sensación de que nada es firme y aquello que hoy se rechaza o persigue mañana será aceptado por la mayoría. Basta con situarse del lado de lo último, de las ideas dominantes en cada momento. O en el mismo surco de lo que consideramos el imparable progreso.

Cediendo, consintiendo, siendo versátil, no teniendo principios sólidos, salvo los mínimos indispensables para seguir funcionando, las cosas, incluso las más complicadas, terminan por arreglarse de una forma u otra, y poco importa su sesgo último.

Sin embargo, más allá de esta sensación hoy tan común, las grandes mutaciones colectivas siguen adelante. Afectan a diversos campos, pero todas tienen en última instancia como receptor al hombre. Unas han logrado ya su epifanía, otras la tendrán en el futuro. Hasta entonces difícilmente podemos descubrir todo su alcance, aunque lo intuyamos.

Así, nuestro acomodo, impotencia o desdén nos hace más vulnerables a fuerzas activas, lobbies políticos, ideológicos o económicos, que sí tienen ideas fijas, objetivos que conseguir y medios para lograrlos. Que están dispuestas a forzar lo que estimábamos de razón y normal, lo que nos parecían principios innegociables, alterando en su favor nuestra propia visión del mundo y de las cosas, de lo que somos y deberíamos ser. Y, por supuesto, no en beneficio del común ni para mejor.

Mientras las mayorías se solazan y despreocupan, y viven su particular carpe diem, su perenne verano, ellas se organizan, establecen estrategias y, con frecuencia, terminan rompiendo las inercias, imponiendo puntos de vista, criterios y hasta su propia estética. Suelen encontrar apoyos sustanciosos, que, en forma de dinero, cobertura política o ideológica o difusión, amplifican sus ideas y logran que aniden en las masas, carentes por lo general de los rudimentos intelectuales o morales necesarios para hacerles frente y rechazarlos.

Entretanto, nosotros, la mayoría cómoda y apática, escéptica e hipercrítica, formada por niños mimados en busca de su caramelo, apegada a las modas, con una pobre vida interior, tratamos de disfrutar del verano. Buscamos sumergirnos en el fluir del tiempo sin horas ni minutos que nos sostiene, comprometiéndose con el sol siempre propicio a aletargarnos. Ya vendrá lo que deba venir. El tiempo, en su fluir inexorable, terminará por alojarlo en el olvido, sirviendo a la postre únicamente como materia prima para los historiadores del futuro. ¿Para qué inquietarse?

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