SON diversos los argumentos que esgrimen quienes se oponen a las reválidas establecidas por la Lomce. Para numerosas asociaciones de profesores y de padres, y hasta para determinados gobiernos autonómicos, esas pruebas son perversamente selectivas, distorsionadoras del sentido de la enseñanza y favorecedoras de la creación de rankings de los que surgirán visibles distancias entre centros. Les confieso que ninguno de ellos me parece lo suficientemente sólido. Con el bagaje de mi propia y lejana experiencia, no encuentro demasiada base para tan empecinado rechazo. Así, por mera ideología, no puede ser estigmatizada la implantación de una evaluación objetiva y externa que sin duda moderará la tentación perpetua de camuflar la realidad. Combatir el fracaso de la educación en España exige, como paso previo, conocer su verdadero estado. Y eso, sin mecanismos de medición uniformes, resulta francamente complejo.

Tampoco acepto el reproche de una supuesta discriminación. Las cosas son como son: hay centros en lo que se imparte mejor formación que en otros y en todos, sea cual sea su excelencia, hay estudiantes mejor y peor preparados. Las reválidas ponen de manifiesto esas diferencias, no las crean. Muy al contrario, si están bien diseñadas, se convierten en instrumentos imprescindibles de diagnosis, de planificación y de mejora.

Sobre su denunciado carácter selectivo, baste con recordar que todo examen lo es. Si renunciamos a comprobar el aprendizaje concreto de cada alumno, si sucumbimos a un absurdo igualitarismo, traicionamos el fin último de todo el andamiaje educativo. Eso, es cierto, se puede hacer de muchos modos. La especial ventaja de la evaluación externa consiste en que, siendo difícilmente manipulable, minimiza el riesgo de presentar balances artificialmente aseados.

En absoluto comparto el pánico a los rankings. La transparencia es siempre positiva. El ciudadano -porque los paga- tiene derecho a conocer la exacta utilidad de cada centro escolar. Rendir cuentas es hoy una obligación inexcusable. Y enmascararlas o falsearlas, un ejercicio de opacidad impropio de una sociedad avanzada.

Queda, al cabo, la razón sentimental: se juegan su futuro en un solo día. Pero esto, ni es cierto (hay un componente preevaluado que integra la nota final), ni les estorba para otras tantas encrucijadas similares que, ya sin tutelas buenistas, tendrán que ir afrontando y superando a lo largo de sus vidas.

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