EN octubre de 1996, la voz templada y firme del Hermano Marista Servando Mayor, retumbó en el programa matinal de COPE que conducía Antonio Herrero, agitando sentimientos y removiendo conciencias. Escuchar su relato sobre los refugiados de la Matanza de los Grandes Lagos aún resulta escalofriante. Servando, junto a Miguel Ángel Isla, Fernando de la Fuente y Julio Rodríguez habían creado de la nada y en medio de la selva que se extiende entre Ruanda y el Congo, un modesto colegio formado por un puñado de barracones, al que llamaron simbólicamente Nuestra Señora de la Paz. Atrapados, como cientos de miles de hutus y tutsis, entre bandas de asesinos genocidas de una y otra etnia, se negaron a ser rescatados, a abandonar a aquellos niños y adolescentes a los que atendían y a ponerse a salvo. Su entrega y su compromiso fue tal que no dudaron en dar la vida por los demás. Hoy hace veinte años de aquel crimen, veinte años de su martirio.

Quienes tuvimos la suerte de conocer a Servando, sabemos de su actitud, de sus capacidades y de su carisma. Recuerdo la entereza y la emoción de su madre, doña Otilia, cuando decía orgullosa que su hijo había muerto por defender a los pobres. Pero también tenemos la certeza de que su ejemplo sólo fue el fruto natural de su profunda convicción como marista y como cristiano. La misma que acompañó a Miguel Ángel, Fernando y Julio en aquellos barracones de madera tosca en medio de la selva en los que cada día trabajaban con la ilusión de arrancar una sonrisa a un niño, enseñar algo útil a cualquier refugiado, consolar a una madre o salvar una vida. Veinte años después, los mártires maristas de Bugove siguen siendo un ejemplo de entrega y decisión.

Entonces, como hoy en Siria o en las aguas del Mediterráneo, sentimos bufar a los cuatro caballos del Apocalipsis desde la comodidad de nuestras casas mientras los héroes no hablan, actúan. No se demoran en largas declaraciones, ni en discursos vanos; toman el petate y se lanzan al vacío, sin más fuerza que su fe. Todos sabemos que en cualquier lugar donde alguien requiera un hombro en el que llorar, un brazo en el que apoyarse o una mano a la que asirse habrá un religioso católico. Alguien como Servando y sus compañeros o como los Maristas Azules de Alepo que hoy, bajo las bombas y entre las ruinas, siguen ayudando a quien lo necesite sin preguntarle por su fe, su nacionalidad o sus ideas políticas.

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