Señales de humo

José Ignacio Lapido

Arte y poder

PUSE la televisión y vi a un tipo embutido en un mono de trabajo con una careta de protección como las que usan los soldadores. Subido a un andamio maniobraba con una manguera de la que salía un líquido viscoso que se quedaba prendido al techo. "Estalactitas en un mar agitado", dirían luego sus apologistas. "Apoteosis del gotelé", sus detractores. Ese tipo, lo explicó la locutora, no era ningún escayolista contratado por la ONU, se trataba del artista español más importante del momento: Miquel Barceló. Después hemos sabido que el hombre de la manguera ha cobrado seis millones de euros y que la obra ha costado veinte millones en total, 500.000 de los cuales han salido de los Fondos de Ayuda al Desarrollo (FAD), fondos que antes de este episodio algunos creíamos que servían para aliviar las carencias de los países de Tercer Mundo.

En el plano meramente artístico, y dejando sin comentar el llamativo cromatismo elegido, habría que señalar que la cúpula es una muestra bastante tardía de esa derivación del expresionismo abstracto conocida como arte matérico. Nada novedoso. El alemán Wols o el francés Jean Fautrier ya transitaron esos caminos en los años 40, o el mismo Tàpies en los 60. Barceló, como mínimo, llega con 50 años de retraso. Zapatero, otro artista de lo efímero, ha soltado la pasta para que esa sala del Palacio de la Naciones de Ginebra fuera bautizada con el nombre de su ocurrencia más querida: la Alianza de Civilizaciones. Propaganda política camuflada de apoyo al arte. Una vieja historia.

Barceló, en la estela de los artistas cortesanos, esto es, complacientes con el poder, ha tenido a bien aceptar el carísimo encargo. Nada que objetar. Eso sí, me pregunto qué habría ocurrido de haber sido un gobierno del PP el que le hubiera encargado esa obra a un artista de su cuerda y la hubiera pagado en parte con dinero de los FAD. Si me he decidido a escribir sobre la ya famosa cúpula ha sido por haber leído varios artículos al respecto en los queda al descubierto la enfermedad que corroe la cultura en España: el sectarismo. La máxima que rige aquí en todos los ámbitos de la creación es demoledora: al enemigo ni agua; a los nuestros, gloria bendita. Alguien debería publicar una guía orientativa de los artistas e intelectuales que pueden ser vapuleados en cualquier circunstancia y los que deben ser alabados expelan la ventosidad que expelan.

El pintor Luis Gordillo ha declarado que "entre la profesión hay miedo a hablar mal de Barceló por temor a las represalias". El poder siempre ha preferido al artista-funcionario antes que al librepensador, y, como con los animales de compañía, la docilidad se recompensa con el mejor hueso.

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