Manías

Erika Martínez

Brasilia, ciudad piloto

ENTRE 1956 y 1959, los muy maniáticos de Oscar Niemeyer y Lucio Costa materializaron el viejo proyecto brasileño de fundar en el centro del país una nueva capital y la bautizaron con el imaginativo nombre de Brasilia. Don Pedro I ya había considerado su construcción poco antes de la Independencia, pero sería el presidente Juscelino Kubitschek (JK para la posteridad) quien se apuntaría el tanto más de un siglo después. Por una de las muchas coherencias de esta fascinante y descabellada idea, el nombre de la nueva capital rimaba con su primer fundamento: la utopía.

Brasilia fue diseñada para cubrir las necesidades de una burocracia desorbitada. Su plano urbanístico, conocido como Plano Piloto, fue elaborado por Costa, que dio al trazado de la ciudad forma de avión y planificó de forma estratégica la distribución de áreas residenciales, comerciales y administrativas, separadas por gigantescas avenidas, explanadas y espacios verdes. En tiempo récord, Niemeyer puso en pie una de las obras cumbres de la arquitectura contemporánea: ese espectacular e inquietante conjunto del que forman parte el Congreso Nacional, la Catedral Metropolitana o el Palacio de Justicia.

Medio siglo después, puede decirse que el desenlace de aquella utopía resulta escalofriante. Brasilia es una maqueta de dimensiones inhumanas que ha hecho realidad la fantasía secreta de las clases acomodadas: la expulsión física del resto de ciudadanos, que allí habitan las Ciudades Satélite, separadas geográficamente de la capital. La desmantelación del sistema público de transportes obliga a recurrir sin excepciones al coche y los paseantes desprevenidos son castigados con largas avenidas desiertas, paisajes de cemento sin sombra, visiones post atómicas.

Brasilia fue planeada hasta en su último detalle, pero carece de espacios públicos adecuados para el ocio, la reflexión o el simple intercambio de palabras. Los habitantes de esta pacífica capital, que quiso ser una gran alegoría de la democracia, tienen un único lugar de reunión: el shoping. Con una eficacia ejemplar, el debate público ha sido sustituido por el consumo.

Alguien podría pensar que una ciudad así no tiene poetas. Pero existe Nicolás Behr, hombre doliente y entusiasta que ha querido componer el canto mítico de esta pesadilla: La Brasilíada. "Brasilia -escribe Behr- es el fracaso mejor planeado de todos los tiempos". Quizás habría que pensar las ciudades mientras son habitadas. Quizás habría que pensar cómo habitamos para darle al espacio que compartimos una pizca de sentido común.

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