Son muy pocos los gaditanos que entienden por qué a los catalanes se les pone la piel de gallina con sus castellers. Pero los respetan. Igual que a los valencianos embargados por la emoción con su mascletá. No es fácil entenderlo si no los has vivido, como también choca a priori que a la gente le dé por jugarse la vida corriendo delante de los toros en los sanfermines. Pero dicho desconocimiento tendría que invitar al respeto y la prudencia, y no a descalificar una tradición desde las tripas. Muchas mentes catalanas de la esfera independentista han lanzado sapos y culebras por las redes sociales porque a una chirigota se le ocurrió proponer en su parodia degollar a Puigdemont. A más de uno se lo llevaron los demonios y no tardaron en recordarnos que ésta es una provincia subvencionada donde sólo habitan los vagos y maleantes.

Si esta absurda polémica sirve para que los catalanes -y de paso en el resto del país- le presten más atención al Carnaval, bienvenida sea. Porque a medida que transcurra el Concurso, podrán comprobar que los gaditanos se ríen hasta de su sombra desde la crítica irreverente que retrata a nuestra sociedad. Lo políticamente correcto y el puritanismo elevado a la máxima potencia no caben en una fiesta cuyo espíritu eleva la sátira a las alturas. Se puede criticar el trazo más o menos grueso del repertorio de cada agrupación, pero llegar a cuestionar si una copla -que en Cádiz, por cierto, ni llamó la atención- incita al odio parece increíble. Y los independentistas no se han conformado con pedir que la Justicia actúe, como si fuesen intocables, sino que un sinfín de ellos se han dedicado a escupir con ira todo tipo de improperios en las redes sociales, lo que choca de plano contra la libertad de expresión de un concurso que se debe a ella.

Lo que prueba definitivamente que este país está para el psicólogo es que no hablamos sólo de personas anónimas: asociaciones como el Centro Catalán de Negocios también exigen que la Fiscalía inicie una investigación en sintonía con las múltiples denuncias de catalanofobia, xenofobia o ultraje. El puritanismo exacerbado nunca podrá casarse con la esencia de la fiesta. Los independentistas con la piel más fina ignoran que en los carnavales, donde la burla y la diversión se dan la mano, no cabe el delito de odio. El sentido del humor descarnado está tan ligado a su ADN, que el personaje que no sea objeto de alguna broma en el Concurso tendría que hacérselo mirar. Y tratar de condenar el humor, siempre unido al carácter y a la idea de exageración, es carecer del mismo. Nada hay más sano que reírse de uno mismo, aunque ello implique confesar la propia debilidad humana. Todo chirigotero aspira a coronarse con ingenio en ese juez independiente al que le resultan indiferentes el militar, el obispo, el tribunal y hasta sus vecinos.Es la atmósfera que se respira en Cádiz desde hace tres mil años, aunque no todos los carnavaleros gozan del mismo talento, claro está. Lo absurdo de esta polémica es que en este país se preste tanta atención a lo que no es más que una copla traviesa alrededor de un conflicto real. Pero muchos soberanistas, profundamente ofendidos, no se dan por vencidos y han llegado a acudir a expertos del derecho constitucional para que sentencien al verdugo de Puigdemont. Harían mejor en empaparse de una fiesta que, por cierto, no ha hecho más que comenzar.

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