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Juventud de Unamuno

  • Impecablemente editados por Miguel Ángel Rivero, los cuadernos del escritor bilbaíno revelan la fascinante prehistoria de uno de los grandes intelectuales del Novecientos.

Unamuno en 1883, al acabar sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid.

Unamuno en 1883, al acabar sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid.

Se conmemoraban el año pasado los ochenta de la muerte de don Miguel de Unamuno la tarde del día de San Silvestre de 1936, último de aquel diciembre infausto, y en las menciones a sus tristísimas postrimerías era obligado aludir al episodio de su valeroso enfrentamiento con Millán Astray que fue la causa de su postración y casi encierro -"cárcel disfrazada"- en la casa salmantina de la calle Bordadores, donde el pensador se apagaba mientras las calles de la vieja ciudad castellana, convertida en cuartel general de los sublevados a los que él mismo había apoyado en un principio, eran un hervidero de milicias. Esa imagen final refleja uno de los momentos estelares de una trayectoria polémica, imprevisible y extraordinariamente fecunda que tuvo muchos otros señalados, pero antes de que Unamuno se convirtiera en Unamuno, cuando aún no había publicado libros -los primeros que vieron la luz fueron los cinco ensayos de En torno al casticismo (1895) y la novela Paz en la guerra (1897), donde volcaría sus recuerdos de niño en el Bilbao asediado por los carlistas- ni vinculado su nombre a la aventura regeneracionista de la mal llamada generación del 98, el joven alumno y muy pronto profesor universitario tomaba notas en unos cuadernos, sólo parcialmente conservados, que revelan la fascinante prehistoria de uno de los grandes escritores e intelectuales del Novecientos.

Autor de una tesis doctoral que incide en el mismo periodo, El joven Miguel de Unamuno. Vida, obra y pensamiento (1864-1892), Miguel Ángel Rivero lleva años dedicado a investigar la etapa de formación del autor y las bases iniciales de su pensamiento, famosamente cambiante pero fiel a una serie de preocupaciones que estaban ya en los comienzos y pueden rastrearse en estos Cuadernos de juventud, cuya edición completa y anotada supone una contribución de primer orden al mejor conocimiento de su legado. Redactadas entre 1881, el segundo año madrileño del estudiante de Filosofía y Letras, y 1892, cuando ya instalado en Salamanca acaba de tomar posesión de la cátedra de Griego, las anotaciones de Unamuno documentan su temprana grafomanía, sus abundantes y variadas lecturas y la agitación interior que ya entonces caracterizaba su temperamento 'agónico', dado a las afirmaciones categóricas y al mismo tiempo instalado en una duda permanente que lo llevaba a revisar de continuo sus convicciones, defendidas con un ardor a prueba de pusilánimes. Ni siquiera quienes le han reprochado sus frecuentes contradicciones pueden negarle al pensador vasco la nobleza, el coraje y el afán batallador de los que hizo gala a lo largo de su vida, su talento en todos los géneros o la labor de alta pedagogía a la que se entregó desde las tribunas de la prensa.

En estos años incipientes, sin embargo, sus colaboraciones eran esporádicas y el perfil público de Unamuno, luego omnipresente, no tenía trazos definidos, de ahí el valor de unos escritos -once cuadernos más la "Carta a Juan Solís", rescatada por Laureano Robles- que dejan constancia directa de sus intereses primeros, especial pero no únicamente en el ámbito de la filosofía. Aparecen en ellos, como señala Rivero, los cimientos sobre los que el autor va a edificar su obra de madurez, no tanto el rumbo o los rumbos como los temas y asimismo la disposición a repensarlos: el problema del conocimiento y un método, sólo esbozado, de aproximación a la epistemología; el conflicto entre la razón y la fe, abordado en estas páginas de un modo que permite adelantar la fecha -hacia 1883- en que empezó a distanciarse de la segunda y preludia los términos de la famosa crisis espiritual de 1897, nunca del todo resuelta, y en tercer lugar la cuestión, que será central en su pensamiento posterior, de la inmortalidad, planteada como las demás de una manera todavía tentativa o embrionaria. Sólo al final de esta época empezaría la militancia, pasajera pero inequívoca, de Unamuno en las filas del socialismo, que llegaría a definir como la "religión de la humanidad". Antes se ha hecho eco de las distintas corrientes -la nueva escolástica, el idealismo, el positivismo racionalista, el psicologismo destacado por Rivero- que convivían o se enfrentaban en el panorama intelectual, fielmente reflejado en los Cuadernos, que desembocaría en la crisis del fin de siglo.

Como otros estudiosos, el editor no deja de señalar el fondo romántico de un autor que tanto por su invocación al sentimiento como por su idea trágica de la condición humana -también por su carácter apasionado, visceral, lindante con la egomanía- respondía ejemplarmente a un modelo más cercano al siglo en el que nació que al que vio nacer la mayor parte de su obra, siendo a la vez, como todos los clásicos, antiguo y moderno. Lo vemos aquí buscando su sitio, aún vacilante -si es que alguna vez abandonó ese estado- pero ya deseoso de dejar su impronta. Un hilo de continuidad une al joven Unamuno con aquel hombre inmenso que fue, pese a sus raptos y paradojas, la mayor inteligencia de su generación y tal vez de la anteguerra.

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