Marcos Giralt. Escritor

"Aún hay cierta dictadura sobre lo que debería ser un cuento"

  • El autor se aleja de "las visiones estereotipadas del amor" en su nuevo libro

Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) piensa que la mejor literatura se hace del magma escurridizo de la vida, de un material que arde entre las manos y sólo se puede sostener fugazmente. Por eso no hay certezas en su mirada al corazón humano: El final del amor (Páginas de Espuma), el libro con el que ganó el Premio Internacional de Narrativa Ribera del Duero, es un catálogo de idilios marcados por la extrañeza, un recorrido aventurado por la contradictoria naturaleza de los afectos.

-El libro se iba a llamar Amores invertebrados, pero le cambió el título a última hora. ¿Se arrepiente del cambio?

-El primero me parecía un título mejor, pero había que leer el libro para entenderlo. No sé si me arrepiento, en algunas ocasiones me he sentido como una especie de Doctora Amor en aquella película de Alan Rudolph [se refiere al personaje de Geneviève Bujold en Elígeme], me han pasado incluso oyentes para que les diese consejos... Al final preferí la sencillez de una frase incluso manida. No hay novelas con ese nombre, pero sí canciones empalagosas que he visto en You Tube. Y está esa canción de Leonard Cohen, Dance Me to the End of Love... Si me hubiese acordado habría puesto alguna cita de ese tema.

-Cuenta que cuando empezó el libro necesitaba esconderse en la ficción, después del tono confesional de Tiempo de vida. Pero supongo que en esta obra también habrá elementos de su biografía...

-Indudablemente, cuando concibes ficciones lo haces con pedacitos de realidad que mezclas, con ellos haces tu historia. Muchos de ellos provienen de una esfera íntima, personal. En mi caso quizás es más acusado, porque mis temas literarios obedecen a mis obsesiones personales. Cada uno es producto de sus limitaciones y sus manías, y yo, igual que no soy capaz de documentarme para escribir una gran novela, y por tanto difícilmente voy a escribir nunca una novela histórica, tampoco soy capaz de escribir sobre mundos muy alejados del mío, que me obliguen a sentir como propios conflictos que no me afectan. Siempre escribo sobre cosas que apelan a mi sensibilidad, que me suscitan una inquietud personal.

-Da la impresión, al leer sus narraciones, que usted sugiere algunos puntos de la acción, y es el receptor el que debe completar el conjunto.

-Sí, en efecto. Mis narradores suelen ser en primera persona, y son distintos, pero coinciden en que están desubicados, que no acaban de encontrarse en la situación que están viviendo, les falta un trozo del mapa de la realidad que tienen ante sí. Ellos narran la realidad con el ánimo de reconstruir ese trozo que falta, de hallar el equilibrio, sabedores de que a veces es imposible, que es más la búsqueda que la posibilidad cierta de conseguirlo. Yo creo que al final ésa es una metáfora de la misma literatura. La buena literatura no nos proporciona verdades absolutas, no nos da moralejas ni respuestas. Precisamente donde crece la literatura es en las zonas de penumbra, donde no hay una respuesta sino hay varias.

-Uno de los hallazgos más interesantes de su libro es que todas las relaciones son anómalas.

-Yo creo que la vida está marcada por la anomalía. Es cierto que yo mismo he dicho que es una mirada sobre el amor que pretende ser heterodoxa y poco convencional, pero el resultado es mucho más cercano a la vida que las visiones estereotipadas del amor con las que nos bombardean. La de Cautivos, por ejemplo, es una historia bien extraña, pero es también el relato con más amor que hay en el libro. Es la paradoja de dos personas que no se han encontrado en el terreno de la pasión amorosa o en la convención del amor para la que no se nos prepara: hay rencor, cada uno no soporta la presencia física del otro porque les recuerda a sus frustraciones, y sin embargo entre ellos, al mismo tiempo, hay un amor más intenso del que habría en otras circunstancias.

-Se les ha acabado el amor, pero siguen siendo leales. Hay una extraña fidelidad en sus personajes. Los padres del último relato, por ejemplo: se separaron pero sigue habiendo afecto entre ellos...

-Pero es que yo creo que la vida es así. El otro día, por ejemplo, pensaba que, de mi intimidad cercana, había dos parejas que desde fuera podrían ser como Alicia y Guillermo. Ese cuento tiene una especie de juego de espejos oculto con una novela corta de Willa Cather, Mi enemigo mortal, una pareja singular que permanece unida. Es la historia de una mujer que desciende a una clase inferior para casarse y que luego, una vez que llega el desamor, no le perdona a su pareja haberse desclasado por él. Lo que en un principio podía ser un acto heroico de generosidad, cuando el amor encendía las pasiones, pasado el fuego se convierte en motivo de rencor infinito.

- Y aparte de Cather, ¿qué otros parentescos señalaría en El final del amor?

-Es muy explícito el homenaje que hay a Alice Munro en Joanna. Munro es una de las cinco mejores escritoras, o de los cinco mejores escritores vivos, lo único es que es mujer y es canadiense, si fuera hombre y estadounidense probablemente ya habría tenido el Nobel o estaría en las listas todos los años. Ella tiene muchas historias de adolescentes y me apetecía citarla en este relato. En el último cuento hay algo de Richard Ford, que tiene muchas historias de aprendizajes, y en el primero pensaba en William Somerset Maugham, en esos ambientes monzónicos, húmedos, de los que él habla. Son referencias que no tienes en principio en la cabeza, que van surgiendo mientras avanzas. Escribimos con un conjunto de resonancias, entre la experiencia vivida y lo leído.

-Con libros como el suyo, parece que los terrenos del cuento en España se están ampliando. Durante unos años el género proyectaba la imagen de andar estancado en ciertas fórmulas...

-El panorama ahora es infinitamente mejor que cuando yo empecé, en 1995. Ahora no tenemos la impresión de que si escribimos cuentos nos los vamos a tener que comer. Antes publicarlos era prácticamente imposible si no eras un autor consolidado. Por lo menos hay editoriales en las que puedes publicar cuentos, algunas disparatadas y románticas como Páginas de Espuma, que se dedican exclusivamente al género. Pero sin embargo todavía hay una pequeña dictadura, cierta concepción un poco totalitaria de lo que debería ser un cuento. Algo que es muy de mecanismo de relojería, de trampa, que surge de los talleres de escritura. Se lleva menos un tipo de cuentos como éstos, más largos...

-Pero que su libro haya ganado el Premio Ribera del Duero es una buena señal, ¿no?

-Sí, es una magnífica señal. Pero una lucha que tengo con Juan [Casamayor, el editor de Páginas de Espuma] es que en el Premio Ribera del Duero el máximo permitido es muy corto, precisamente porque se está pensando en un tipo de cuento más corto, distinto a los relatos de El final del amor. El máximo son 150 páginas, para un libro con relatos de 30-35 páginas es una extensión muy escasa. Eso ejemplifica que estamos empeñados en un tipo de cuento que no es éste.

-Hablemos de su carrera. Tiempo de vida, su obra anterior, terminó de consolidar un prestigio que llevaba años ganándose.

-Ése ha sido un libro muy importante en mi carrera, y probablemente en el futuro siga viéndose como una inflexión. Estoy muy satisfecho porque un año después de publicarlo sigo orgulloso de él, creo que los objetivos que me marqué fueron cumplidos. Y luego también estoy muy aliviado porque no sólo tuvo el favor de crítica y público: al hablar de la relación con mi padre existía la incertidumbre de que me exponía personalmente, me abría en canal, podía recibir críticas y ser ridiculizado. Pero parece que, por suerte, pasé el examen.

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