De libros

La compasión y la dicha

  • Anagrama reúne diversos relatos de Scott Fitzgerald, bien desconocidos o rechazados por los editores, donde pese al origen y ejecución desiguales late el dulce peso de los sueños

Francis Scott Fitzgerald (1896 - 1940), un hombre melancólico doblemente urgido por la enfermedad de su mujer y la escasez de moneda.

Francis Scott Fitzgerald (1896 - 1940), un hombre melancólico doblemente urgido por la enfermedad de su mujer y la escasez de moneda. / m.g.

Se recoge en este volumen un conjunto de relatos, bien desconocidos, bien rechazados con insistencia por los editores, cuyo valor común acaso sea éste de ofrecer un aspecto menos lineal, más complejo y versátil, de uno de los grandes escritores del XX norteamericano. Se trata, por tanto, de relatos que no se corresponden ya con la obra de Fitzgerald de los primeros 20 (que no coinciden ya con el vértigo espumoso de la Era del Jazz), pero que guardan una estrecha vinculación con el hombre, con el escritor, que retrata ambos períodos, divididos convencionalmente por el Crack del 29. Con lo cual, si bien es cierto que una parte fundamental de estos escritos no poseen ese esplendor juvenil, un poco errático y desventurado, que conocemos por El gran Gastby o sus Hermosos y malditos -aquella juventud opalina, a cuyo fondo se adivina la greca vegetal de Alphonse Mucha-, también lo es otro hecho de no menor importancia: los personajes que atraviesan estas páginas aún conservan aquella alegría animal, la fuerte voluntad humorística, que atraviesa toda la obra de este hombre melancólico, doblemente urgido por la enfermedad de su mujer y la escasez de moneda.

En este sentido, en el de su particularidad humorística, Daniel nos recuerda la temprana vocación teatral de Scott Fitzgerald, y su pronto abandono tras un fracaso en los escenarios. No obstante, es esta facilidad para el diálogo de Scott Fitzgerald, propia de los dramaturgos, la que habilita, tanto un modo raudo y eficaz de definir a sus personajes, como un humorismo sintético que guarda una obvia relación con sus labores como guionista en Hollywood. Quiere decirse, pues, que estos relatos de Fiztgerald, cuya temática es una temática menos "frívola" que aquélla que le otorgó la fama, no prescinden sin embargo, de una fuerte nervadura humorística que enlaza una época y otra -y a Fiztgerald consigo mismo-, en contra del parecer de sus editores. Parte del interés de estas páginas reside ahí, en este desequilibrio, en esa divergencia de pareceres, que lleva al editor a repetir modelo, y que lleva al escritor a la elusión de sus viejas fórmulas del éxito. Otra parte del interés reside justamente en lo contrario: en esa resistencia, en una continuidad, hasta cierto punto heroica, que lleva a Fitzgerald a negarse reiteradamente a modificar sus relatos para que coincidan con una horma que ya no era la suya.

Si se me permite la comparación, el Fiztgerald de Moriría por ti tiene algo de William Saroyan y de su forma de hallar la gratitud y la dicha en sus manifestaciones más humildes. O dicho con Bécquer, Fitzgerald tiene alegre el corazón y triste el vino. Si en sus retratos del gran mundo, un gran mundo que es el de los hijos y los nietos de Henry James y Edith Warthon, es la melancolía, la tristeza del vino, aquello que prevalece; en esta América convaleciente de Moriría por ti es una suerte de alegría objetiva, algo así como un involuntario optimismo, junto a una delicada compasión por el infortunio humano, lo que el lector adivina en su escritura ligera, vibrante, formidable.

Porque no se debe olvidar que Scott Fitzgerald es un extraordinario estilista, de maravillosa y sutil imparidad, que no sólo supo transmitir la tibia umbría del crepúsculo, cuando el crepúsculo era también el ocaso de una época. En estos relatos de Fitzgerald, desiguales por su ejecución y por su origen, está la honesta aceptación de la pobreza, el escalofrío del amor, el dulce peso de los sueños. El hilo último que sutura estas magnitudes, ya lo hemos dicho, es el hilo negro del humor y su salubre cualidad vitriólica. Con lo cual, cabría concluir que Fitzgerald estaba incapacitado para escribir mal, y que su tristeza era una tristeza alegre, esperanzada, una tristeza adulta, cuando hacía, como aquí, recuento y enumeración del mundo.

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