Opinión

manuel gregorio gonzález

Un escritor secreto

Julio Manuel de la Rosa era un hombre cordial, atento, reflexivo. Ahora no sabría decir si alguna vez comentamos su parecido con don Eugenio d'Ors, aquel D'Ors maduro, senatorial, de cejas abrumadas y crespas, bajo las cuales se adivinaba una inteligencia superior y mirada alerta. Es fácil recordar también su distinguida forma de fumar y su excelente conversación -una conversación como de otra hora del mundo- pausada, viva y erudita. Todo este breve anecdotario, en cualquier caso, apenas dice nada de su obra. Y el hecho es que Julio Manuel de la Rosa era un extraordinario escritor, injustamente, inexplicablemente minusvalorado. Pero no porque fuese andaluz (andaluz de aquella generación que se conoció como de los narraluces); y tampoco por una escritura vedada a un público mayoritario. Julio Manuel de la Rosa, faulkneriano confeso, pero un faulkneriano más claro, menos solemne, más compasivo, sin aquella atrición levítica de su magister sureño, era un escritor complejo y refinado. Esta complejidad, sin embargo, vino siempre sustentada en aquella cortesía que Ortega exigía al filósofo, y que no es otra que la claridad expositiva.

Probablemente, lo primero que leí de De la Rosa fue La columna y otros relatos. Luego quizá vinieran Las campanas de Antoñita Cincodedos, Los círculos de noviembre, Guantes de seda, El ermitaño del rey y su Fin de semana en Etruria. No se trata de una lectura cronológica, como puede verse, sino de una persecución azarosa. De su lectura se desprende, en todo caso, no sólo la evidencia de su magisterio, más la profunda melancolía que aflora, parpadeante y leve, a su escritura. Si se me permite decirlo de un modo, tal vez inexacto, tal vez inhábil, tras la lectura de Julio Manuel de la Rosa nos encontramos ante un escritor a la europea. A la europea no tanto por la temática (lo cual es obvio); sino por el rigor formal, la inventiva literaria y la sólida erudición que ilumina, como en una tabla bizantina, el fondo de su narrativa. ¿Es esta triple complejidad, este virtuosismo múltiple, no obstante la claridad de su escritura, el que relegó, de alguna forma, la obra de De la Rosa a una discreta umbría? Pudiera ser. El fiel de la fama ha sido siempre errático y misterioso. Y no parece casual que De la Rosa encontrara algún eco de sí mismo en el Pessoa de Los círculos de noviembre o en aquel Arias Montano de El ermitaño del Rey.

Ahora, esta vana especulación carece de importancia. No así su obra. De su obra se hablará largamente y con admiración. Su obra nos defenderá a todos del olvido.

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