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La mirada del amor

  • Versalles como centro del placer y del poder es el tema de este singular ensayo sobre los siglos XVII y XVIII.

El rey Luis XIV de Francia pintado por Rigaud.

El rey Luis XIV de Francia pintado por Rigaud.

En este libro se recogen las peripecias amorosas de los tres últimos Capetos que reinaron en Francia. Peripecias que, como ya supondrá el lector, se hallan estrechamente vinculadas al palacio de Versalles, pero cuya historia es también una historia del amor, de la Corte, y en suma, un breve compendio de los siglos XVII y XVIII, donde el fasto de la monarquía absoluta iba a adquirir un acusado carácter visual, puesto de relieve no sólo en la disposición de los jardines, que adquirían todo su sentido desde un determinado punto (el punto de vista del Rey), sino en el modo mismo en que Luis XIV y sus amantes buscaban reflejarse, como fantasmas urgidos por la fiebre, en el Salón de los Espejos, donde iba triunfar la belleza abrupta de la Montespan y donde acaso se espiara con melancolía la solitaria hermosura de la Pompadour, ya en los días de Luis XV y su infatigable coleccionismo amatorio.

No ocurrirá así con Luis XVI, el infortunado capeto, cuya apatía sexual no era del todo compartida por Maria Antonieta. El interés del libro, en cualquier caso, no reside en las numerosas anécdotas que en él se recogen, y que dan noticia de la nula intimidad de los monarcas a la hora de entretener sus ocios. El interés de esta "historia erótica" de Versalles radica precisamente en cuanto tiene de histórico; y en consecuencia, en el influjo que los apetitos de un monarca han tenido sobre el destino de sus súbditos, empezando por la propia construcción de Versalles, extramuros de París, y cuya existencia señala a otro de los temas, de las inquietudes, de los fenómenos que adquirirán relieve a partir del siglo XVII, y que Maravall señalaba ya en La cultura del Barroco: el carácter masivo de las ciudades -la incómoda magnitud que adquieren-, y la necesidad de huir, como los Habsburgo madrileños, en busca de un Buen Retiro. Ese es, en último extremo, el motivo de que Luis XIV se empeñe en la ampliación del viejo Versalles que sirve de refugio para sus amores. Pero es también la manifestación de un poder que ahora se manifiesta visualmente. Al momento de su muerte, el Rey Sol es plenamente consciente de la naturaleza externa, dramática, testimonial, que encierra su poder, y así lo hace saber a quienes le asisten: "He vivido rodeado de mi corte. Quiero morir rodeado de ella". También dirá, referido a sus fieles cortesanos: "Ellos han seguido todo el curso de mi vida. Es justo que me vean acabarla". Se trata, en cualquier caso, de una ceremonia, de una exhibición, de una vida volcada al exterior, que incluye la intimidad sexual. Pero se trata, principalmente, de un concepto teatral de la existencia, que Calderón de la Barca llevará, acaso, a su último extremo. Para Calderón (y para Lope, y para Shakespeare, y para el siglo barroco) el hombre es representación; lo cual significa que el hombre necesita ser visto. Lo cual implica que el hombre, de algún modo, vive en el círculo de su mirada.

Con la excepción de un fatigado Luis XVI, más pendiente de la caza versallesca que de la juventud de su esposa, en Luis XIV y Luis XV nos encontramos a dos grandes mujeriegos para los que la realidad es representación, imagen, fantasmagoría. De esta nueva concepción del mundo se derivará, como ya se ha dicho, tanto una escenificación del poder como una teatralización del amor, que alcanzará su ápice coreográfico en los días del marqués de Sade. Todo ello, no obstante, se desliza sobre una evidencia que hasta el momento no hemos mencionado: la expansión de la intimidad y el mundo cálido e iridiscente que ahí se encierra. Ello supone no sólo la adopción de nuevas costumbres; también presupone una higiene, una moral, junto a la corpulencia algo vulgar de la clase burguesa. Lo cierto, aun así, es que el XVII de Luis XIV y el XVIII de Luis XV y Luis XVI dan como sabido, toman como habitual, algo que no lo era tanto antes de Versalles. Y ese algo es la realidad autónoma del erotismo. Un erotismo que en Sade llega a su extremo teatral y criminoso, pero que en Versalles adquirirá una forma más refinada y aceptable. En Versalles, el amor y el adulterio adquieren un aspecto ceremonial, una helada cortesía, que habrá de someterse al escrutinio público.

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