Economía

No me chilles que no te veo

  • Sordos o ciegos, los miembros del Gobierno se enredan en una continua incomunicación que oculta otro importante defecto de fondo: la lentitud para iniciar y culminar una reforma radical de la economía española

En un país donde las cuotas, y no el talento, marcan el diseño de las grandes estructuras del poder político, las averías son mucho más frecuentes. Sobre todo, cuando el escenario habitual, basado en cruces de declaraciones, promesas vacías e histeria gestual, deja paso a una función mucho más exigente donde la economía marca el paso y atrae las miradas internacionales de los más adiestrados. José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno, largó a Pedro Solbes por su excesiva rigidez -dogmatismo, diría aquél-. Solbes, pensó Zapatero, era espartano cuando tocaba ser generoso: la deducción de 400 euros en el IRPF, el cheque-bebé o los aún vigentes 426 euros para los parados, además de la (todavía mayor) flexibilización del subsidio agrario de 35 a 20 peonadas, fueron compromisos con el ideario socialista.

Elena Salgado, vicepresidenta segunda y ministra de Economía, llegó sin referencias demasiado claras -la polémica del vino y la ley antitabaco pocas pistas aportaban sobre su pericia- pero aparentemente dispuesta a lidiar con el toro bravo de la crisis. Sin entrar en su competencia, insondable aún a estas alturas, el sello que queda no es sólo suyo. Lo estampan distintos miembros del Ejecutivo: José Blanco, Miguel Sebastián, Celestino Corbacho, José Manuel Campa, Carlos Ocaña, Maravillas Rojo... cada uno de su padre y de su madre, con opiniones a menudo dispares en materias altamente sensibles para el ciudadano, ocupado y preocupado, quién lo diría, por su supervivencia laboral y la viabilidad de su microcosmos financiero familiar.

Corbacho, gestor del Ministerio de Trabajo, opina con frecuencia de economía. Sebastián, titular en Industria, de empleo. Blanco, sorprendente especialista en Fomento, de lo divino y humano. Zapatero ha dado un sutil paso atrás para rebatir la crítica de que no repartía juego. Los subalternos han saltado briosos a la palestra. Pero el efecto caos se ha multiplicado. La reacción fue introducir como secretario de Estado de Comunicación a Félix Monteira, veterano del periodismo con muy respetable pedigrí. Es pronto para saber si el marasmo tiene remedio. Monteira es un buen entrenador, pero necesita también buenos jugadores.

Comunicar, divino tesoro en política. Y materializar, más aún. Con el paquete de medidas antidéficit, el Gobierno ha deconstruido desde el mazo y la tijera. Le queda, sin embargo, el bisturí, reservado para las operaciones más delicadas. En la camilla aguarda el principal paciente, un mercado de trabajo que boquea y exige ayuda. Standard & Poor's y más recientemente Fitch han rebajado la calificación de la deuda española por el tamaño de sus dos puntos negros: la reforma laboral y el formidable lío de las cajas.

Acabe como acabe, la reforma ya es un sainete por la superposición de retractaciones y la reinvención de plazos. Zapatero se resiste a asumir el rol de tipo duro pese a que ése ya es un camino iniciado con la guerra a los funcionarios, el sangriento recorte de la obra pública (que puede importunar, no lo olviden, a gigantes como FCC o ACS) o el capón a las cajas, demasiado politizadas y demasiado reacias a dejar de estarlo aunque el Banco de España haya afilado ya su guadaña.

¿Qué importa en realidad una huelga general, presidente?, podría sugerirle un asesor al jefe del Ejecutivo para darle el empujoncito final. Los retrasos cuestan dinero porque la economía, por suerte o por desgracia, es una suma de eslabones: el paro crece, el déficit se dispara, las agencias rebajan el rating nacional (y los particulares; que se lo digan a las cajas), el diferencial del bono español crece sin techo aparente, Obama toca la corneta y Alemania se cabrea.

La subida de impuestos es otra interesante cuestión: afectará a dos de los tres tipos del IVA a partir de julio, pero apenas se sabe qué ocurrirá con las rentas más altas, a las que Salgado promete apretar "sólo temporalmente". Cuanto antes se aclare la fórmula, mejor, porque no es lo mismo -ni en términos reales ni en términos electorales- endurecer las (suaves) condiciones con que hoy funcionan las sociedades de inversión de capital variable (Sicav) que meter mano al IRPF, cuyo tipo máximo es actualmente del 43%.

La congelación de las pensiones y, especialmente, la rebaja salarial decretada para (o contra) los funcionarios tiene asimismo una lectura paralela, pues traslada al sector privado la necesidad de contener el coste salarial. Ningún indicio pronostica, sin embargo, que el otro plato de la balanza -los precios, que crecieron dos décimas en mayo según el IPCA- corra la misma suerte. Y he ahí el cogollo de la cuestión española, ya que el empobrecimiento de la población sería en ese caso mucho más impactante.

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