La renovación del pp Las luchas cainitas del primer partido de la oposición

Las intenciones de Aguirre

  • La presidenta de Madrid provoca que Rajoy anuncie intempestivamente que descarta a Ruiz-Gallardón como futuro secretario general del Partido Popular

Cuando en enero de 1989 nació el PP por la refundación de AP, el partido que lidera Mariano Rajoy incorporó al ideario del nuevo partido dos reglas de oro no escritas que resultan básicas para entender su evolución.

La primera establecía que el líder popular nunca podía estar fuera del Congreso de los Diputados. La presidencia de Antonio Hernández Mancha, que entró en las Cortes Generales como senador autonómico, se procesó internamente como un error político que retrasó la construcción de una alternativa seria al PSOE de Felipe González.

La otra determinaba que debía mantenerse unido para no caer en los errores de la UCD. Gracias a esta máxima, José María Aznar logró agrupar en torno al PP a todas las familias que integraron el partido que creó Adolfo Suárez -democristianos, liberales y suaristas-, excepto los socialdemócratas de Fernández Ordóñez, y a la extrema derecha, que no pasaba de contar una presencia testimonial a través de Fuerza Nueva y Falange Española de las JONS.

Merced a estos caladeros electorales y al debilitamiento del PSOE por los casos de corrupción, Aznar logró ganar las elecciones de 1996 y cuatro años alcanzó una aplastante victoria electoral.

A pesar de la segunda derrota frente al PSOE de Zapatero el 9-M, los 10,4 millones de votos de Rajoy pusieron de manifiesto que el PP gozaba de la confianza del mismo electorado de centro-derecha y de extrema derecha que aupó a Aznar. E incluso creció gracias al trasvase de votos socialistas en Madrid, Valencia, Murcia y Andalucía, merced al discurso territorial de Zapatero, demasiado contemporizador con los nacionalistas más radicales.

Sin embargo, el guión de la sucesión, escrito por el frente mediático más animoso e interesado y la vieja guardia del PP la misma noche de la dulce derrota, estaba ya redactado. Venía a decir que la estrategia de la crispación había funcionado pero había fallado el candidato. Cuando la cara de su mujer y un adiós emocionado en el balcón de Génova hacían presagiar que así sería, Rajoy anunció que se presentaría a la reelección como presidente del PP. El apoyo de la inmensa mayoría de los barones regionales, con Camps, Arenas y Núñez Feijoo a la cabeza, resultó fundamental en la decisión.

La posterior designación de Soraya Sáenz de Santamaría como nueva portavoz puso de manifiesto que Rajoy hablaba en serio cuando avanzó que, en esta ocasión, formaría un equipo propio.

Mientras tanto, el frente mediático, amigo en la pasada legislatura, no aceptó que Rajoy se saltara el guión y se convirtió en su más feroz enemigo, con el único objetivo de abortar su reelección en el congreso de junio.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, frustrada por la continuidad de Rajoy, aprovechó las especulaciones sobre la posibilidad de que el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, pudiera ser el nuevo secretario general para dejar de tragar bilis y fingir entusiasmo. Y empezó a poner sobre la mesa sus verdaderas intenciones. Por muy cordial que fuera la comida que mantuvieron ambos el pasado miércoles, en el transcurso de la misma, Esperanza Aguirre no descartó disputarle a Rajoy la presidencia del PP en junio cuando éste le preguntó directamente por sus intenciones.

Las manifestaciones realizadas el pasado viernes por el líder del PP en el mismo palacio de la Zarzuela, tras someterse a la reglamentaria consulta del Rey para la sesión de investidura, parecieron forzadas. No era éste el escenario más adecuado para rechazar a Ruiz-Gallardón como el futuro sustituto de Acebes. A buen seguro que al alcalde de Madrid no le gustó nada este nuevo descarte y menos la urgencia y el tono del mismo. A Esperanza Aguirre, sin embargo, le debió encantar por el gesto de debilidad que en sí representaban las palabras de Rajoy.

En cualquier caso, de producirse esta confrontación, el PP estaría vulnerando una de las dos reglas de oro no escritas, la que alerta a sus dirigentes del peligro de repetir la desunión que acabaron con la UCD. Aunque siempre habrá quien diga, con toda la razón, que el congreso valenciano puede servir para acabar con el déficit democrático que conlleva el liderazgo de Rajoy, designado por obra y gracia de Aznar sin contar con los 800.000 militantes que el PP tiene registrados.

Al menos allí, el líder de los populares podrá esgrimir la otra regla de oro para intentar evitar que Esperanza Aguirre se convierta la sucesora de Hernández Mancha.

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