Hasta su traída desde el manantial de Tempul en 1869 el agua llegaba a las casas jerezanas gracias a fuentes, pozos y aljibes. Estos elementos singulares, ligados a la arquitectura y el urbanismo de la ciudad, han permanecido desapercibidos u ocultos, en el mejor de los casos, cuando no han sido ya eliminados definitivamente. La pérdida de uso o su funcional simplicidad explican su escasa valoración, incluso para aquéllos de incuestionable interés. Pensemos, por ejemplo, en la manierista fuente de la Alcubilla y su moderna historia de incuria para comprender otros ejemplos, podría decirse, "invisibles", por no estar a la vista de todos en nuestro paisaje cotidiano. En este sentido, hay que juzgar positivamente la recuperación de algunos aljibes históricos en los últimos años, como el del Alcázar, hecho en el siglo XV, o el del antiguo convento de San Agustín, obra del XVII, que se ha podido disfrutar últimamente dentro de las visitas guiadas por el patrimonio local que viene organizando el Ayuntamiento. Ambas son construcciones de un cierto tamaño, capaces de abastecer a los numerosos habitantes de ambos conjuntos arquitectónicos. El de San Agustín, localizado justo debajo del que fuera claustro principal, recogía las aguas de lluvia en una sencilla estructura doble, abovedada y realizada en ladrillo. Aunque perdida en parte, una inscripción, pintada en su propia cubierta y hallada en la reciente rehabilitación del edificio, sitúa su cronología en la década de 1690. Quizás la restauración de este aljibe sea el aspecto más feliz de una intervención que, sí, ha acabado con una larga ruina, pero resulta un tanto excesiva por la deliberada huella contemporánea y por la desvirtuación del sentido original de un espacio que, con sus distorsionantes cristaleras y uniformes solerías marmóreas, es ahora frío y deslavazado.

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