Abrumados por inviernos largos y tediosos, cualquiera reza por un cambio de aires. Oh el verano, con el calor y su sopor confundiéndolo todo. Así qué, liberados del trabajo marchamos de vacaciones. Como ya hemos superado la crisis y sus secuelas, ponemos manos a la obra y buscamos lo que mejor responda a nuestros intereses. Playa, montaña, rural…, difícil elección, y benditos aquellos que pueden. Finalmente elegimos un hotel de la costa que, según las fotos y la información a disposición, es un auténtico lujo para lo que cuesta.

Al llegar, resulta que el precio a abonar no es el pactado y debemos añadir una tasa turística de un euro por persona y día. Inocentemente intentamos explicar a la recepcionista que nosotros no somos turistas, incluso damos, de memoria, la definición de turista de la RAE. Nada que hacer. Su cara lo dice todo. Hay que pagar. Entrando en la habitación, nos damos de bruces con la dura realidad y lo que esperábamos resulta que no es. Aun así, armados de un innegable espíritu veraniego obviamos los detalles cutrillos y embadurnados de protección solar, rápidamente nos vamos a la playa. Está abarrotada. Con mucha suerte cogemos una parcela donde un padre, armado de rastrillo y pala, te mira amenazante protegiendo su urbanización de castillos de arena. Imposible colocar una sombrilla o estirar una toalla de más que unas dimensiones ridículas. Al lado unas jovencillas hablan de lo fácil que es llevarse algo de una tienda, amén de conversaciones solo aptas para adolescentes. Una madre joven, de buena figura, espera ansiosa por su cachorro. Éste, un bruto de unos diez años llega y dice a su madre ¡fuera! La madre abre los ojos y sumisa se levanta y deja el sitio al bruto que, tirándose, ocupa el espacio antes ocupado por su madre y parte del nuestro.

Tomamos el sol y las quemaduras de tercer grado no tardan en aparecer. De la comida ni hablar. Y qué decir de los sofocos de la noche. Casi deseamos volver. No pasa nada. Las vacaciones son esperadas y necesarias, y no siempre hacen olvidar la oscura etapa de trabajo invernal, pero enseguida acaban. Al final hacemos de la necesidad virtud y parados en cualquiera de los atascos del viaje de vuelta, recordamos aquella versión de una de las canciones de la película Grease, que en los ochenta hiciera el grupo pop Aerolíneas Federales y que finalizaba con un estribillo muy pegadizo: vacaciones, los cojones es mejor trabajar.

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