Perséfone

Ni si quieran los dioses todo poderosos son ajenos a los conflictos, ni sus acciones pueden resultar inimputables

La primavera es, para los griegos, la maravillosa forma en que se manifiesta la resolución de un conflicto. Y eso, en los tiempos en que vivimos, es bueno saberlo. Los actores: Perséfone, hija de Zeus y Deméter. Ésta última, a su vez, hija de Cronos, dios del tiempo, y Rea, diosa de la fertilidad y el trigo. Su tío por parte de padre, Hades, dios de los Infiernos, que se enamoró de ella y, como en toda tragedia griega que se precie, un día la raptó.

La joven se encontraba recogiendo flores en compañía de sus amigas Atenea y Artemisa, y en el momento en que fue a tomar un lirio, la tierra se descarnó y, abierta de par en par, por la grieta, Hades la tomó y se la llevó a lo profundo, el lugar donde habita la oscuridad y las sombras.

De esta manera, Perséfone se convirtió en la diosa de los Infiernos. Deméter, su madre, angustiada, la buscó por todo el mundo conocido. En su búsqueda, encontró la prueba del rapto: un cinturón que su hija había perdido oponiéndose a su captura. Así, la madre zaherida maldijo la Tierra, y en ese instante todo cambió. El cielo perdió el color azul por otro plomizo, de los árboles cayeron las hojas, las flores se mustiaron, las cosechas se marchitaron y las aguas dulces se helaron por completo.

Con la ayuda de Apolo y de Zeus, y ante la imposibilidad de que la niña fuera devuelta a su madre por haber mordido el fruto de una granada que la encadenaba al dios Hades para toda la eternidad, se dispuso un acuerdo satisfactorio para todas las partes en liza. Zeus dispuso que Perséfone pasara parte del año en las sombras, junto a Hades, y la otra parte sobre la tierra con su madre, siempre y cuando Deméter prometiera cumplir su función germinadora del campo.

Por ello, aún hoy, cuando Perséfone es llevada a los Infiernos, las flores mueren de tristeza, pero al regresar de nuevo a casa, a la superficie, las flores renacen por la alegría que proporciona su vuelta. Así año tras año.

Ni si quieran los dioses todo poderosos son ajenos a los conflictos, ni sus acciones pueden resultar en todo caso inimputables. Todos debemos estar sometidos a un poder superior que imponga el orden cuando falta la cordura. A ese orden se le llama Justicia, pero no en el sentido que apunta un determinado estándar de comportamiento, sino como poder del que investimos a quien debe de resolver una contienda. Lo queramos o no, a él le debemos la primavera que estrenamos.

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