Prohibido hablar de política

Cuando sonó el timbre, antes de abrir, mi madre se volvió, nos amenazó: no quiero que nadie hable de política en la mesa

Era la primavera del año ochenta, y yo escasamente pasaba de los diez años. En la radio sonaba de fondo música ligera. Un sonido enlatado, probablemente femenino. En aquel ambiente tenso, mi madre, con la ayuda de mi tía, aireaba el mantel blanco que, perfectamente doblado, se guardaba en el baúl que había seguido los pasos de mi familia desde el día en que se casaron mis padres. Mi hermana daba brillo con un paño de hilo a la loza sevillana que se guardaba en el mueble del salón. Como yo, por lo visto, no hacía otra cosa más que estorbar, todo el mundo me iba apartando a su paso, por lo que decidí atender a la escena sentado en una silla apartada, justo desde una esquina. Bajoplatos de color crema y encima un plato hondo con su filo orado, flanqueados por cubiertos de plata bruñida, pulidos con algodón rosa Aladdin, colocados conforme manda el decoro: a la izquierda y de fuera hacia dentro, el tenedor de la ensalada y de la comida, y a la derecha, la cuchara sopera, otras sensiblemente más pequeña y el cuchillo dentado. Enfrente, la cucharita y el tenedor del postre, con el mango tallado, junto a una copa de cristal repujado de color opalino para el agua, y otra completamente transparente y fina para el vino. Y todo esto para alguien que pretendía ser a partir de ese momento mi cuñado. Al poco tiempo se hizo el silencio. Se acaban de correr las cortinas y se había prendido en el centro de la mesa una vela que despedía un olor tenue parecido al de los naranjos agrios de la plaza. Todo el mundo encerrado en su cuarto tirando del escaso fondo de armario de que disponíamos. Tras aquella calma impostada, se escuchó un portazo y algunos gritos que alertaban que había comenzado la disputa por el baño. Y en un rato, todos endomingados para pasar como se pudiera aquella amena velada con unos, hasta entonces, completamente desconocidos. Mi padre, con su chalina de las fiestas y la colonia a granel, mi madre y mi hermana enfardadas en su traje largo con detalles florales, y mis hermanos estrenando pantalones de pinzas y una camisa remangada que dejaba ver su brazos musculados y morenos. Y yo...

Cuando sonó el timbre, antes de abrir, mi madre se volvió hacia nosotros y, con el dedo en alto, nos amenazó: no quiero que nadie hable de política en la mesa.

Así es, los españoles siempre nos hemos llevado bien sentados en una mesa, eso sí, siempre que no hablemos de política.

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