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El mariscal Tito y la autogestión

Hoy ya no existe la autogestión yugoslava. Ni Yugoslavia tampoco.

Eentre los años 60 y 70 del pasado siglo, los partidos socialistas del Sur de Europa nos encoñamos con la autogestión. Fue una especie de sarampión generalizado, en Francia, Italia, España y Portugal. Frente a la estatalización de los medios de producción y el control centralizado de la economía, frente al modelo de la cogestión vigente en Alemania, que nos parecía poquita cosa, y frente al liberalismo puro y duro, nosotros defendíamos la propiedad colectiva y la autogestión democrática de las empresas.

En 1976 fui enviado por mis superiores a dos seminarios sobre el tema: uno, en París, donde coincidí con Jean Pierre Chevènement, Pierre Guidoni y Pasqual Maragall; y otro, en Lisboa, donde, tras empaparme de teoría, me fui a cenar, têteà tête, con Manuel Alegre, adjunto de Mario Soares, y Gino Giugni, mi maestro italiano en Derecho del Trabajo y también socialista. Todos pensábamos que la autogestión era un gran remedio. Y todos mirábamos a Yugoslavia.

Ya me había empollado una gran cantidad de libros y textos sobre Consejos Obreros y sobre autogestión, desde clásicos como Anton Pannekoek, Karl Korsch o Antonio Gramsci, hasta más de la época como Edvard Kardelj, Svetozar Stojanovic o Michel Branciard. En 1978, Felipe González me incluyó en una delegación del PSOE que iba a visitar Malta y Yugoslavia. Lo consideré como un premio a mis conocimientos y una recompensa a mis desvelos teóricos.

En Yugoslavia di un gran salto adelante. En Zagreb asistí a una reunión de alto nivel con Stane Dolanc, un gran cínico del que se decía que era la eminencia gris del régimen, y nos llevaron a visitar algunas fábricas. Los miembros de los Comités de Fábrica nos explicaron cómo de bien marchaba el sistema, cómo los trabajadores participaban a través de asambleas, y cómo tomaba, luego, sus decisiones el Comité. En una de las reuniones, Felipe, mirándome con un cierto aire de cachondeo, me dijo: "Tú, que sabes de esto, pregunta algo". Entonces, yo pregunté, con aire inocente: "¿Cuántos integrantes del Comité de Fábrica pertenecen a la Liga de los Comunistas?" A lo que el presidente, abriendo mucho los ojos y después de mirar a los suyos, dijo: "Todos, evidentemente. Todos somos militantes del Partido". "Así, claro", pensé.

La realidad de la autogestión yugoslava me la acabó de revelar Tito, en Belgrado. Nos alojaron en una Residencia de Protocolo, vallada, en medio de un amplio bosque de altas pináceas, entre las cuales, al ingresar -caravana de coches negros, con motos de seguridad por delante y por detrás- por el camino hacia la casa, se entreveían los guardias armados. En el almuerzo oficial, en la residencia de Tito, me tocó sentarme a su lado.

El viejo brujo, seguramente informado de mis aficiones autogestionarias, me preguntó: "Y bien, joven profesor, ¿qué le ha parecido nuestro sistema?". "He llegado a una conclusión", le dije. "La autogestión funciona porque está dirigida, a todos los niveles, por militantes y dirigentes de la Liga de los Comunistas". A lo que el gran Tito, mirándome con ojos tunantones, tras girar su imperial cabeza de pelo teñido color caoba, y sonriendo pícaramente, respondió: "No le quepa a usted la menor duda, joven. Sin la dirección del Partido nada sería igual". Y volvió a la conversación principal, con Felipe, a hablar sobre cómo arreglar el mundo. Estuvieron brillantes, los dos.

A partir de ese viaje, me sobraron todas las teorías sobre autogestión. Hoy ya no existe la autogestión yugoslava. Ni Yugoslavia tampoco.

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