Habituado a transitar a diario por calles uniformes y monótonas, uno no puede sino considerar como una experiencia fascinante del tiempo de vacaciones el poder pasear por las calles de cualquiera de nuestros muchos pueblos milenarios. En mi caso esa satisfacción se produce cuando, sin norte alguno, deambulo por el intrincado casco antiguo que encuentro intramuros de Tarifa. Recorrer sus calles y callejuelas invita a dar rienda suelta a la imaginación para evocar tiempos pasados que si no mejores se me antojan más interesantes. Sus calles son erráticas, anárquicas, las anchas se alternan con las angostas, las rectas con las reviradas; callejones como pasadizos que se abren -sorpresivamente- en hermosas plazas llenas de luz; casas de gruesos muros que esconden refrescantes patios tras sus portalones; balcones que casi se tocan con los de enfrente; maliciosos rincones vigilados por solitarios faroles y empinadas cuestas que premian la ascensión del caminante con el deslumbrante panorama de las montañas africanas reposando majestuosamente sobre las azules aguas del Estrecho. Y además... ¡los nombres! Nada que ver con las modernas denominaciones de calles y barriadas: rutinarias, monotemáticas y, en la mayoría de ocasiones, revistiendo de entidad a personajes de los que dentro de unos años no quedará más recuerdo que el herrumbroso testimonio de la placa que bautizó el lugar. Aquí, en cambio, los nombres son sugerentes, evocadores, poéticos: Amargura, de los Azogues, Calle de Luna, Plaza de Los Perdones, Bajada del Macho, Callejón del Castillo, Batallón de Inválidos, Asedio, Calle del Viento" y así muchas más hasta llegar a la misteriosa Calle de Las Embozadas ¿Cabe un nombre más hermoso para un trozo de vía pública?

Este tipo de urbanismo que se adapta al hombre como resultado de una sabiduría de siglos, corre el peligro de desaparecer por el instinto depredador de quienes no ven en este patrimonio histórico más que metros cuadrados de terreno susceptibles de generar pingües beneficios. En Tarifa las grúas y excavadoras que representan el progreso ya han conquistado el extrarradio y a modo de avanzadilla comienzan a erguir sus torres y hundir sus palas en las milenarias piedras del casco antiguo. Se echa en falta un moderno Guzmán el Bueno que defienda con brío el legado arquitectónico de sus ancestros y que incluso se atreva a reconquistar la Isla de las Palomas un singular enclave que ahora mismo es tierra de nadie a pesar de ser el punto más meridional de Europa donde se juntan Atlántico y Mediterráneo. Sorprendentemente, su belleza paisajística, histórica y mitológica permanece vedada -por mor de los gobernantes- para locales y foráneos. En su lugar estos han preferido que languidezca ignorada emulando si acaso a la tétrica isla de Alcatraz.

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