En un reportaje sobre Fitur, compruebo con asombro lo fácil y relativamente barato que resulta hoy día el poder viajar a cualquier lugar del mundo por recóndito que este sea. Según cuentan los reporteros que deambulan entre los estands de los diversos países y regiones, a nada que uno se lo proponga y con poco más de una semana de vacaciones, nos situaremos sin problemas en las mismas laderas en la que un convaleciente Gregory Peck añoraba a su amada Ava Gardner en "Las nieves del Kilimanjaro", podremos emular cómodamente a Edmund Hillary trepando por las montañas del Himalaya o embutidos en confortables trajes submarinos, escrutar los fondos marinos caribeños con el mismo empeño que el legendario Jacques Cousteau. La universalización de la cultura del viaje ha propiciado que en la ancestral Muralla China se estén produciendo aglomeraciones de gente parecidas a las que se ven en un cruce de calles de Times Square en hora punta; que las otrora solitarias islas griegas de Santorini y Corfú se vean colapsadas por los turistas que a diario vomitan en ellas mastodónticos cruceros y que sea tal el gentío que transita por la Alhambra de Granada o la Mezquita de Córdoba que las hace parecer antes que primorosos lugares para el reposo y la reflexión, frenéticos almacenes de "El Corte Inglés" en tiempo de rebajas. Para bien o para mal los viajes de placer se han vulgarizado tanto que ya no les queda ni un atisbo de la aventura y la contingencia que tanto atrajeron a los viajeros románticos de comienzos del XIX. Es probable que si no fuese porque sus tumbas fueron profanadas tiempo ha, hasta los propios faraones huirían despavoridos de las pirámides al ver la suerte de parque temático en que han convertido los monumentos funerarios que tan meticulosamente acondicionaron para su eterno descanso. Venecia, por ejemplo, es una grotesca caricatura de la antigua República que como ciudad estado dominó el Mediterráneo; ahora sus autóctonos en vez de emular al ilustre Marco Polo se conforman con sablear a las incautas parejas que les visitan para poder jurarse amor a bordo de una góndola. Ya no es la belleza la que provoca el vahído característico del síndrome de Stendhal, ahora más bien hay que asociarlo a las colas, el hedor y los achuchones que el turista padece cuando visita (sin entrada VIP) la Capilla Sixtina o la Basílica di Santa Croce. La masificación ha adulterado tanto el concepto del viaje como para conferirle plena vigencia a una corrosiva reflexión de S. Ferlosio: ¿Qué es más naturaleza: un león persiguiendo a un antílope en el Parque Nacional de Tanganika o un gato persiguiendo a una rata bajo la luz de los faroles junto a la interminable pared del matadero?"

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