Tras la derrota y muerte en el año 1002 del caudillo árabe Almanzor en la batalla de Catalañazor, el hasta entonces invencible Califato de Córdoba entró en un periodo de rápida descomposición que culminó en 1031 con su desmembramiento en un mosaico de pequeños reinos llamados taifas. El Califato antaño poderoso y de economía floreciente se convirtió en poco tiempo en un campo de batalla de las diferentes etnias musulmanas. Las taifas más débiles desparecieron anexionadas por aquellas otras capaces de contratar mercenarios tanto para luchar contra sus vecinos como para oponerse a los reinos cristianos del norte (el propio Cid Campeador llegó a poner su espada al servicio de reyezuelos musulmanes como el de la taifa de Zaragoza, Al-Mutamán). Los dirigentes cristianos conscientes del chollo que suponía la fragmentación de las fuerzas enemigas, aprovecharon la división de las taifas para, sometiéndolas, hacer avanzar la Reconquista o, en su defecto, para sufragarla haciéndoles pagar cuantiosos tributos (parias). Alfonso VI, rey de Castilla y León (uno de los más grandes reyes españoles a pesar de que su biografía esté lastrada por un pequeño incidente juramental en Santa Gadea de Burgos con el antes mencionado Rodrigo Díaz de Vivar) conquistó la taifa de Toledo en 1085 y mantuvo la supremacía del reino castellano-leonés sobre los reinos de al-Ándalus llegando hasta las mismas playas de Tarifa donde ufano dijo aquello de "he pisado el último confín de España". De no ser por la llegada de los almorávides que le obligaron a tomar una posición defensiva, él solo habría sido capaz de culminar -casi 300 años antes- la Reconquista.

Un milenio más tarde y cumpliendo a rajatabla el aserto ciceroniano de que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, los españoles nos abocamos a nuestra propia desintegración al optar por un modelo de estado calcado de las taifas: el de las autonomías. Con la milonga de acercar la administración a la gente, España se ha dividido en 17 estaditos que hacen inviable la nación tanto desde el punto de vista político como del económico. A pesar de la resistencia de la clase política a reconocerlo (y a actuar en consecuencia) la letal combinación de las autonomías con la partitocracia nos lleva a la ruina y la disgregación nacional. Somos rehenes de una estructura territorial ineficaz y caótica que no podemos pagar y de unos partidos políticos que se han apoderado de las instituciones -y sus presupuestos- para ponerlos a su propio servicio en vez de al de los ciudadanos. En 1492, a las puertas de la Granada nazarí, la sultana Aixa le dijo a su hijo Boabdil: "Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre". Puede que pronto el que tenga que llorar a lágrima viva sea el cándido pueblo español.

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