Opinión

Grecia, el tormento de Sísifo

  • "Todo pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla" (Winston Churchill).

El siglo XX representó para el pueblo alemán el infierno de su historia. Las dos guerras mundiales, la Conferencia de París y la República de Weimar le infringieron el tormento del nazismo, su división, el desprecio mundial y una hambruna en la que dejaron la vida millones de sus ciudadanos.

Tras la Gran Guerra, a principios de los años 20 del pasado siglo, los retrasos en el pago de las reparaciones del conflicto llevaban a Francia a ocupar militarmente el Ruhr. Al término de la guerra, su financiación había costado a Alemania 185.000 millones de marcos cuando su moneda se había depreciado el 50% de su valor de antes de 1914. La financiación provino, fundamentalmente, de empréstitos (50%) y bonos del tesoro a corto plazo (27%). En 1918, la deuda flotante del banco central alemán era de 49.000 millones y la acumulada, de 96.000.

La Conferencia de París (1921) había fijado las reparaciones de guerra en 269.000 millones de marcos-oro, cantidad reducida posteriormente a los 132.000 millones en la Conferencia de Londres, una pequeñez en comparación con el esfuerzo que realizaría el régimen nazi para rearmar su Ejército. Las reparaciones se pagarían con dinero prestado por los propios aliados, sus acreedores, dinero que los alemanes jamás saldarían. Entre 1924 y 1931, los alemanes pagaron 10.821 millones de marcos. No volverían a pagar nada más. En el mismo periodo, su deuda pública y privada ascendía a 20.000 millones de marcos.

La grave crisis inflacionista de 1922  se saldó con la creación de una nueva moneda que sacaron de circulación los antiguos billetes del Reich. Se estabilizó la economía, aumentaron las diferencias sociales y las grandes fortunas, como siempre, salieron beneficiadas, multiplicando hasta por diez el valor de sus riquezas. Por contra, las clases medias quedaron arruinadas. Para ellas fue el mundo al revés: los que respetaban y cumplían las leyes se vieron estafados y traicionados; los que las violaban se enriquecieron.

La hiperinflación sepultó la Alemania de preguerra. Decepcionado y sin esperanzas, desengañado del republicanismo, de los políticos y del mercantilismo, el pueblo alemán cayó en brazos del nacionalsocialismo.

Ya sabemos lo que el ascenso de Hitler representó para Alemania. De sobra conocemos los apocalípticos efectos que el nazismo -y, por ende, del fascismo italiano y el nacionalismo japonés- causó en todo el orbe. La pérdida de los valores sociales y religiosos, el desprecio de la vida humana, la fe ciega en el líder, el odio al adversario ideológico, la esclavitud del débil, se impusieron y cabalgaron sobre millones de muertos.

En 2008 estalló un nuevo conflicto mundial, pero esta vez no se trataba de un enfrentamiento bélico, sino de una conflagración económica. Los mercados financieros saltaron por los aires dinamitados por las hipotecas basura. El mortero de combate de los generales de la nueva armada: los especuladores. El desplome bursátil hizo a los estados librar ingentes cantidades de dinero, endeudamiento público, en el intento de evitar lo inevitable: un nuevo crac, el más duro de los vividos hasta ahora por el sistema capitalista. Sus consecuencias se agravan día a día y, al igual que en la  centuria del XX, el pueblo busca una esperanza.

No hace falta dar cifras macroeconómicas por todos conocidas. La decrépita Europa sacrifica de nuevo a sus ciudadanos en pos de la salvación del sistema, cueste lo que cueste. Al igual que en el periodo de entreguerras en Alemania, tenemos que pagar las reparaciones con créditos que nos conceden nuestros acreedores, a los que en un ciclo sin fin, nos vemos obligados a rescatar de nuevo con planes a fondo perdido, generando más deuda pública.

Y el ciudadano busca una tabla de salvación. Ya no cree en sus políticos, desconfía de las ideologías imperantes, reniega de sus valores sociales, deserta de la lucha por igualdad social. No hay lugar para alimentar la solidaridad, ni el humanismo cristiano, ni el Estado de bienestar. Impera el sálvese quien pueda y marginados y excluidos pasan a convertirse en la casta mundial de los intocables, los invisibles.

Grecia es el más terrible de los actuales campos de batalla, que amenaza con extender la conflagración financiera a nuestras fronteras, a Portugal, a Italia... Intervenida y embargada por los mercados, sometida a la incertidumbre política, social y económica, la ciudadanía griega ha escenificado en las elecciones del pasado 6 de mayo el nuevo advenimiento de la ideología más inhumana. Al igual que en 1932 los alemanes dieron a Hitler una exigua representación en el Parlamento -ya sabemos qué hizo el cabo de Renania con ella-, los griegos han encumbrado al partido de Nikos Mijalakis, que les ha prometido sellar sus fronteras y ametrallar a los "millones de inmigrantes que han traído a nuestra patria sin preguntarnos". La cuna de la Democracia sólo piensa en sobrevivir al conflicto, en buscar al enemigo sin rostro que le atenaza. Amanecer Dorado, como antes hizo Marine Le Pen en Francia y otros partidos radicales del Viejo Continente, ha señalado con el dedo xenófobo a la escoria humana: la inmigración. Y nada de esto parece inmutar a la moribunda Europa mientras los helenos sigan cumpliendo con los plazos impuestos al pago de sus deudas.

La crisis mundial nos ha dejado vacíos. No sólo se ha llevado por delante todos nuestros ahorros, no sólo nos está dejando en el paro, no sólo amenaza el acceso a la educación o la sanidad. Ha arrastrado hasta el sumidero de nuestras conciencias todo lo aprehendido de anteriores crisis, nos ha hecho olvidar nuestra historia y, como en el mito de Sísifo, nos ha condenado sin remisión a revivirla de nuevo mientras esperamos impasibles ante el televisor el advenimiento de un nuevo orden, cueste lo que cueste. Mientras tanto, lavamos nuestras conciencias con el olvido del pensamiento único, bajo la premisa de que "hay que hacer lo que tenemos que hacer y lo haremos".

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