Desde que, un tal Judas, se dedicara a vender un abrazo por treinta y tres monedas de plata, son muchos los abrazos de la historia de la humanidad que han supuesto miles de consecuencias. Pero ninguno como los actuales que nos llegan por la tele o por los indeseados. Lo de acercarse y apretujarse se ha convertido en una imagen tan frecuente como falsa. Nunca nos enteramos del valor real de un abrazo. Cuando la mayoría de personas se dedica a abrazar sin sentido, es cuando nos debemos dar cuenta del verdadero valor de un abrazo. Los abrazos del patito feo Donald Trump parecen de celuloide rancio. Los de la cúpula de la derecha española en su congreso, lamiosos perdidos. Los de la lucha socialista como los de la falsa moneda, y los de los morados en el coso de Vistalegre, de los que son a porta gayola y con erales de menos de cuatro años con cuernos retocados y narices de Pinocho. Los de los comediantes de los Goya, más vacíos que nunca y los de la gala de Eurovisión, de cuadrilátero. Y por estos lares, más de lo mismo. Un Consistorio con puesta en escena de abrazos forzados y desavenidos sin optar a tríos calaveras. Hermandades, de las de golpes de pecho anacrónicos pero apuñalando por la espalda, y rocieros, feriantes y demás grupos de interés jerezano con un continente sin contenido. Un mundo lleno de abrazos fingidos, de abrazafarolas perpetuos, de achuchones vacíos y de apretujones sin chicha. Ni el beso del príncipe a Blancanieves, el de Bogart en Casablanca o el de Casillas a la Carbonero. Una oda al sentir táctil con más del noventa y nueve por ciento de falsedad. Podemos vivir sin presidentes yankees casposos, sin podemitas desinflados o sin capataces de pasos con gomina. Pero nunca sin besos y abrazos sinceros, de esos que emanan de un corazón y un cerebro únicos. Cuando un espécimen, de una especie en extinción, nos abraza, surge la piel de gallina, la taquicardia paroxística y el periné tiembla de cosquillas, es cuando más nos sentimos extraños. Por la falta de costumbre.

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